19 octubre 2007

El detallito

En menos de un año se me ha repetido dos veces la misma enojosa situación. La primera vez me callé. Ahora no quiero:

Alguien que sabe de mi relación amistosa con un importante escritor me cuenta que están preparando una conmemoración corporativa de no sé qué cosa y que desean que intervenga mi amigo con una charla.

Me pone en guardia que me lo diga como si nos estuviese haciendo un favor a los dos, como si el escritor debiera agradecer ya de por vida a la institución que se hayan acordado de él para adornarles el acto con su presencia, su charla y su prestigio.

Hasta ahí el planteamiento. El nudo llega en el trance en que, ejerciendo de improvisado agente literario, comento que habrá que pagarle unos honorarios. Pero es que claro, es que ellos creían que los honorarios eran honoríficos y se resolvían con un detallito. Ya saben, una bandejita, una ceramiquita, un cenicerito o un boligrafito o una botellita de vinito.

Les deja perplejos que un escritor, que ha sido Premio Nacional y de la Crítica en más de una ocasión, tenga la rara ocurrencia de cobrar.

Tan perplejos les deja la ocurrencia que caen en un pozo de decepcionado silencio. Así que, tras un efecto teatral de suspensión, el desenlace es un monólogo mío en el que les miro a los ojos huidizos y les digo que lo que a mí me deja perplejo es que no se les ocurra pagar con un mecherito conmemorativo al que les ha preparado el centro de mesa o con una insignia al empresario que les ha instalado la megafonía.

¿O se les ocurre abonar una gorrita o una camisetita a la cupletista o a la orquesta de pulso y púa que amenizan los fastos y ponen música a semejantes solemnidades?

Admitamos que en esta posmodernidad cerril un poeta no sea más que un acordeonista. Convengamos en que tampoco es menos.