10 mayo 2010

Entre la cantera y el jardín


En el último tercio del siglo XX nos hicimos conscientes de la naturaleza de la crisis ecológica global, de su profundidad, y de la urgencia de profundos cambios para hacerle frente. ¿De verdad nos hemos hecho conscientes?
Han sido treinta años avisando que más crecimiento es destrucción; treinta años festejando la tasa de crecimiento.
Treinta años clamando que el desierto crece; treinta años sin plantar árboles en sus márgenes.
Treinta años lamentando la muerte de los hermanos recubiertos de pelo o escamas; treinta años devastando su reino, envenenando sus cuerpos, asesinándolos.
Treinta años musitando que hemos ocupado todas las habitaciones de la casa; treinta años mancillando sus pozos, socavando sus cimientos, derribando sus paredes.
Treinta años sugiriendo que menos es más; treinta años leyendo en las pantallas y escuchando en los altavoces no te conformes con menos.
Treinta años llorando por la belleza destruida.
Treinta años de duelo por el exterminio que no cesa.
Treinta años de hablar, hablar, hablar; y no hacer nada.
Decoración verbal. Treinta años de hablar para no hacer nada.

No hemos aprendido nada.

Jorge Riechmann (Madrid, 1962), profesor de filosofía moral y poeta, reúne en un volumen diecisiete ensayos y artículos en los que se cruzan la reflexión y la denuncia, la poesía y la mirada crítica para despertar en el lector la conciencia ecológica ante el ecocidio. Entre la cantera y el jardín es el título de este libro que publica La oveja roja y que contiene avisos como este:

En efecto: si las cosas van mal —y de momento están yendo peor que mal—, dentro de pocos decenios puede que subsistan sólo los restos de una humanidad diezmada en las tierras próximas al Círculo Polar Ártico, mientras que el resto de las tierras emergidas sean sólo desierto inhabitable. Las amenas riberas del Tajo que cantó Garcilaso, la Granada de Federico García Lorca, la Mancha cervantina y quevediana, las tierras altas castellanas de Claudio Rodríguez, los campos leoneses que dan frío a Antonio Gamoneda, la campiña onubense y el Moguer de Juan Ramón Jiménez, o las huertas mediterráneas de Gil-Albert y Brines y César Simón, pueden ser entonces parajes más semejantes al actual desierto del Sahara que a ningún otro lugar.