25 septiembre 2010

Gárgola


Cuando se cumple un cuarto de siglo de su primera edición en Cátedra, Algaida recupera Gárgola, la deslumbrante novela de José Antonio Ramírez Lozano que ganó en 1984 el Premio Azorín y optó en 1986 al Nacional de Literatura.

Llevaba agotada y descatalogada algunos años, pero sus muertos -esos difuntos que están a medio camino entre la Comala de Rulfo y la Galicia de Cunqueiro- han seguido viviendo en ese y en otros libros, a la espera del juicio final y de las trompetas macabras de las postrimerías:

Los difuntos son torpes como alfeñiques. Carraspean y tosen sin que al final acierten a escupir. Bostezan pero jamás sueñan. Echan cuenta de su edad y los años se les trastabillan como huesecillos. Ni la pericia de abuelo Camilo para con la baraja, ni el arte aquel de mover las orejas de tío Cándido, el de la Sora. Nada, que todo llevólo la muerte con su andanza. Viniéranles ahora con la resurrección de la carne y se compondrían con harta dificultad. Así que el canónigo Turpín gasta el día en el claustro ejercitándoles habilidades que miran tanto por su agilidad en la santiguadura como por la rapidez en componer sus huesos. A tal fin se los numera uno a uno con almagre, de modo que procedan ordenadamente cuando las prisas de las trompetas últimas.

Sus muertos numerables de Adviento, Cuaresma y Pascua, muertos de iglesia, chupacirios, fusilados que orinan las tapias del cementerio y se esconden en los retablos, difuntos en celo que persiguen a las vírgenes necias (Cada cual con su alcuza) y magrean a Tiberina, la más joven de ellas, bajo la higuera chumba de la muralla.