Vampiras
Hace ya algún tiempo, Jesús Egido, editor de Rey Lear y Reino de Cordelia, me contaba que no hay alimento más básico que la sangre. Y por eso uno de los primeros títulos que publicó fue un magnífico Tratado sobre los vampiros que escribió un monje benedictino, Augustin Calmet, a mediados del siglo XVIII, en pleno siglo de la razón.
A aquel entrante que ofreció como aperitivo se suman ahora dos títulos que tienen como protagonistas a dos vampiras.
El primero es Vampirismo, de E. T. A. Hoffmann, con traducción de Álvaro de Cuenca, ilustraciones de Toño Benavides y prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Se publica en Paladares de Cordelia y formaba parte de un conjunto de relatos enmarcados en el segundo volumen de Los hermanos de San Serapión, que Hoffmann publicó en 1821, un año antes de morir.
Es un texto inaugural que gira en torno a las misteriosas escapadas nocturnas de la condesa Aurelie que evocó Rubén en sus versos más parnasianos. El desenlace es una explosión de terror en estado puro, controlado por la contención prerromántica de Hoffmann.
Cuando se publicó Vampirismo, Téophile Gautier era un niño de diez años. Había nacido en 1811, hace ahora dos siglos justos, y nunca ocultó su admiración por Hoffmann. De hecho, antes de cumplir veinte años publicó un artículo para ensalzar sus relatos, que acababa de difundir con sus traducciones al francés el barón de Loève-Veimars.
Ya en 1836 apareció La muerte enamorada, que es no sólo el homenaje de Gautier a su maestro, sino posiblemente su mejor relato. Baudelaire lo elogió sin reservas como una obra maestra de la narrativa breve, y en el siglo pasado Italo Calvino, que lo incluyó en su imprescindible antología Cuentos fantásticos del XIX, dijo que este era el cuento más perfecto de Gautier, una obra concebida y acabada respetando todas las normas.
Lo acaba de publicar Rey Lear en sus Breviarios, con edición y prólogo de Luis Alberto de Cuenca, y es un relato narrado en primera persona por un cura de aldea de vida doble y erotismo sonámbulo que se enamora de Clarimonde, otra vampira en la que la apetencia de sangre se mezcla con una sexualidad desatada en noches de orgías y cadáveres.
Dos textos sobre la tempestuosa belleza del terror que exaltó Shelley y que encarnan estas criaturas híbridas de imaginación y zoología que están a medio camino entre el relato folclórico y el inconsciente colectivo.
Dos relatos inaugurales de la genealogía de las vampiras, que no conviene confundir con las vampiresas, que no son exactamente chupadoras de sangre.
A aquel entrante que ofreció como aperitivo se suman ahora dos títulos que tienen como protagonistas a dos vampiras.
El primero es Vampirismo, de E. T. A. Hoffmann, con traducción de Álvaro de Cuenca, ilustraciones de Toño Benavides y prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Se publica en Paladares de Cordelia y formaba parte de un conjunto de relatos enmarcados en el segundo volumen de Los hermanos de San Serapión, que Hoffmann publicó en 1821, un año antes de morir.
Es un texto inaugural que gira en torno a las misteriosas escapadas nocturnas de la condesa Aurelie que evocó Rubén en sus versos más parnasianos. El desenlace es una explosión de terror en estado puro, controlado por la contención prerromántica de Hoffmann.
Cuando se publicó Vampirismo, Téophile Gautier era un niño de diez años. Había nacido en 1811, hace ahora dos siglos justos, y nunca ocultó su admiración por Hoffmann. De hecho, antes de cumplir veinte años publicó un artículo para ensalzar sus relatos, que acababa de difundir con sus traducciones al francés el barón de Loève-Veimars.
Ya en 1836 apareció La muerte enamorada, que es no sólo el homenaje de Gautier a su maestro, sino posiblemente su mejor relato. Baudelaire lo elogió sin reservas como una obra maestra de la narrativa breve, y en el siglo pasado Italo Calvino, que lo incluyó en su imprescindible antología Cuentos fantásticos del XIX, dijo que este era el cuento más perfecto de Gautier, una obra concebida y acabada respetando todas las normas.
Lo acaba de publicar Rey Lear en sus Breviarios, con edición y prólogo de Luis Alberto de Cuenca, y es un relato narrado en primera persona por un cura de aldea de vida doble y erotismo sonámbulo que se enamora de Clarimonde, otra vampira en la que la apetencia de sangre se mezcla con una sexualidad desatada en noches de orgías y cadáveres.
Dos textos sobre la tempestuosa belleza del terror que exaltó Shelley y que encarnan estas criaturas híbridas de imaginación y zoología que están a medio camino entre el relato folclórico y el inconsciente colectivo.
Dos relatos inaugurales de la genealogía de las vampiras, que no conviene confundir con las vampiresas, que no son exactamente chupadoras de sangre.
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