28 octubre 2011

El puente de los asesinos


Dos hombres se batían a la luz indecisa del amanecer, silueteados en la claridad gris que llegaba despacio por levante. La isla —poco más que un islote, en realidad— era pequeña y chata. Sus orillas, desnudas por la marea baja, se deshilaban en la bruma que la noche había dejado atrás. Eso daba una impresión de paisaje irreal, como si aquella porción de tierra neblinosa fuese parte misma del cielo y del agua. Las nubes eran pesadas y oscuras y lloviznaban nieve casi líquida sobre la laguna veneciana. Hacía mucho frío aquel veinticinco de diciembre de mil seicientos veintisiete.

C0n esa fuerza arranca Gente de acero y silencios, primer capítulo de El puente de los asesinos, la séptima entrega de Las aventuras del Capitán Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte, que acaba de publicar Alfaguara.

Reclutado por España para dar un golpe de mano en la Serenísima República, Diego Alatriste llega a una Venecia invernal, inundada y lluviosa. Allí debe culminar una conjura que se ha preparado para asesinar al Dux en la nochebuena de 1627.

Quince años después del título inaugural de la serie, a través de la voz narrativa de Íñigo Balboa, la figura de Alatriste vuelve a recortar su silueta de coraje contra el fondo turbio de la diplomacia.

El capitán, una encarnación del desengaño y de la lucidez desolada, era uno de aquellos humildes peones en tableros de ajedrez jugados por otros.

Y en esta nueva entrega, el tablero es una conjuración veneciana como aquella real en la que participó Quevedo, que tuvo que salir de la ciudad disfrazado y por pies –él que los tenía tan torpes que los compensaba con la ligereza de la lengua y la agilidad del ingenio.

Cuarenta y una espléndidas ilustraciones de Joan Mundet subrayan la vertiginosa acción de El puente de los asesinos, que se cierra con unos Extractos de las Flores de poesía de varios ingenios de esta Corte.

En esos extractos, junto a dos tercetos de Cervantes o dos sonetos de Quevedo, el homenaje de dos ingenios vivos: una octava rima de Don Xavier Marías Franco y un soneto con estrambote –El credo del Capitán- del signore dottore Francesco Ricco Manrico, de la academia florentina de la Crusca.