14 diciembre 2011

El ilustrado y el torero



Hace unas semanas, el 27 de noviembre, se cumplía el bicentenario de la muerte de Jovellanos en medio de un vergonzoso silencio académico. Nada que hubiera extrañado a aquel admirable intelectual que conoció en sus últimos años la muerte civil del destierro y un intento de asesinato inducido por Godoy y la reina María Luisa.

Ejemplar en su conducta y en su prosa, excepcional en su curiosidad ilustrada y en su capacidad de trabajo, escribió a instancias de de la Real Academia de la Historia una Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España, un informe que se publicó en 1796 y que contiene en sus páginas gran parte de las ideas de la Ilustración en torno a la educación del pueblo.

Un título tan kilométrico y dieciochesco como ese ha sido simplificado en esta edición de Reino de Cordelia en el más genérico Toros, verbenas y otras fiestas populares. La caza, las romerías, los juegos, los toros, el teatro son analizados desde la perspectiva reformista y educativa de Jovellanos, muy crítico con las corridas de toros, que había prohibido muchos años antes Carlos III.

Nadie mejor para ilustrar esta obra que Goya, que –igual que Jovellanos- estuvo entre dos fuegos en aquella época crucial: entre la fusilería y las facas patrióticas y la artillería y el diseño bélico napoleónico.

En la misma colección aparece Antoñete. La tauromaquia de la movida. Con abundante material gráfico y escrita por Javier Manzano, que asume un relato en primera persona que es el resultado de horas de conversación con el maestro recientemente fallecido, es un tratado técnico y autobiográfico de tauromaquia.

Ilustrado abundantemente con fotografías de Botán, el que mejor retrató su toreo, y completado con dos anexos: las crónicas que comentan algunas de sus faenas más memorables, y un apéndice estadístico que resume en números una trayectoria tan compleja y llena de altibajos como su propia vida, el volumen lo presenta un prólogo de Jaime Urrutia, que rememora las tardes triunfales de Antoñete, desde la del toro blanco de Osborne el 15 de mayo de 1966, hasta las de su plenitud en los primeros años ochenta, que le convirtieron en el torero de la movida madrileña:

Fue, sin dudar, el reactivo que hizo que antiguos y desengañados aficionados volvieran a los tendidos, de la misma forma que chavales de mi edad acudieran a ellos por primera vez. La prensa taurina y la intelectualidad de la movida acogieron con curiosidad y simpatía el suceso de que gente joven y “moderna” se interesara, de repente, por los toros. Nosotros, ya junto a otros amigos de nuestro entorno de la noche, rockeros, pintores y buscavidas diversos, disfrutábamos al máximo decada día de corrida y hacíamos un rito del hecho de ir a ver torear a Chenel: había que ir temprano a la calle de la Victoria a conseguir entradas al veinte por ciento y, normalmente, de sol, ante la repentina gran demanda y lo escaso de nuestro peculio; la indumentaria solía ser a base de gorra de chulapo, pantalón ajustado y botines de punta junto a un buen puro en la comisura de los labios; era normal invitar a alguna chica de buen ver que seguramente habíamos conocido en el Rock-Ola y que lucía mucho en el tendido pero que no dejaba de dar la tabarra toda la tarde con comentarios y preguntas tontas.

Los cuatro mil abonados de Las Ventas se convirtieron súbitamente en dieciocho mil, yo entre ellos, hasta el día de hoy. Nosotros titulamos nuestro primer LP Que Dios reparta suerte e incluimos en él una canción, Sangre española, escrita junto con mi hermano Alberto Urrutia.