La cruzada de los niños
Es uno de los libros más intensos y conmovedores de la historia de la literatura contemporánea, una de esas obras milagrosas que un autor excepcional escribe en un estado de gracia irrepetible.
Marcel Schwob compuso La cruzada de los niños con un envidiable temple poético y una excepcional altura verbal y emocional que hacen que probablemente este breve texto, un poco anterior a sus Vidas imaginarias, sea la cima de Schwob, lo que es tanto como hablar de una altura literaria casi inaccesible.
Ahora se cumplen ochocientos años justos del episodio que inspiró esta obra: la cruzada que iniciaron, en 1212, 30.000 niños alemanes y franceses para conquistar Jerusalén. En un estado intermedio entre la alucinación y la histeria, entre el fanatismo y la manipulación irresponsable de quienes los azuzaron, aquellas desorientadas masas infantiles sin guía ni orden, aquellos pueri sine rectore probablemente desconocían que debían atravesar el mar.
No se sabe hasta dónde llegaron en aquella peregrinación ingenua y visionaria hacia la catástrofe. Muchos murieron, otros acabaron en manos de traficantes norteafricanos de esclavos, que los vendieron en mercados de Egipto.
Schwob sumó al potente patetismo de aquellos hechos terribles la fuerza añadida de una larga obsesión que le permitió coronar, con lenguaje de alto voltaje poético, un retablo de ocho cuerpos con ocho breves monólogos que presentan aquel itinerario desde distintas perspectivas: el goliardo, el leproso, dos Papas, tres niños...
Escribió Borges en un prólogo memorable a esta obra memorable:
A fines del siglo XIX, Marcel Schwob -creador, actor y espectador de este sueño- trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo.
Reino de Cordelia acaba de reeditar La Cruzada de los niños con una espléndida traducción de Luis Alberto de Cuenca y con las bellísimas ilustraciones a dos tintas de Jean-Gabriel Daragnès, unos grabados que tienen la consistencia de las esculturas románicas de madera o de piedra.
Marcel Schwob compuso La cruzada de los niños con un envidiable temple poético y una excepcional altura verbal y emocional que hacen que probablemente este breve texto, un poco anterior a sus Vidas imaginarias, sea la cima de Schwob, lo que es tanto como hablar de una altura literaria casi inaccesible.
Ahora se cumplen ochocientos años justos del episodio que inspiró esta obra: la cruzada que iniciaron, en 1212, 30.000 niños alemanes y franceses para conquistar Jerusalén. En un estado intermedio entre la alucinación y la histeria, entre el fanatismo y la manipulación irresponsable de quienes los azuzaron, aquellas desorientadas masas infantiles sin guía ni orden, aquellos pueri sine rectore probablemente desconocían que debían atravesar el mar.
No se sabe hasta dónde llegaron en aquella peregrinación ingenua y visionaria hacia la catástrofe. Muchos murieron, otros acabaron en manos de traficantes norteafricanos de esclavos, que los vendieron en mercados de Egipto.
Schwob sumó al potente patetismo de aquellos hechos terribles la fuerza añadida de una larga obsesión que le permitió coronar, con lenguaje de alto voltaje poético, un retablo de ocho cuerpos con ocho breves monólogos que presentan aquel itinerario desde distintas perspectivas: el goliardo, el leproso, dos Papas, tres niños...
Escribió Borges en un prólogo memorable a esta obra memorable:
A fines del siglo XIX, Marcel Schwob -creador, actor y espectador de este sueño- trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo.
Reino de Cordelia acaba de reeditar La Cruzada de los niños con una espléndida traducción de Luis Alberto de Cuenca y con las bellísimas ilustraciones a dos tintas de Jean-Gabriel Daragnès, unos grabados que tienen la consistencia de las esculturas románicas de madera o de piedra.
<< Home