30 mayo 2014

El dueño del eclipse: una poética del limite

Este es el texto completo que Manuel Carrapiso utilizó como base de la conversación que mantuvimos en la presentación de mi libro El dueño del eclipse:



Si los franceses se refieren a sus intelectuales influyentes como maîtres à penser, para mí Santos Domínguez es un maître à écrire. A Félix Grande (escritor que para Santos fue dueño y señor de la palabra poética y, tras su muerte, es ya el dueño del eclipse) lo retiró de su vocación por la guitarra flamenca ver, escuchar y sentir los picados imposibles, la técnica soberbia y el duende inimitable de Paco de Lucía; pues a mí, que solo tengo en mi haber un libro primerizo y sietemesino de poesía y otro libro viejo y nebuloso de aforismos, Santos me obliga, por honestidad, a retirarme a los apacibles aposentos de la lectura; apacibles pero harto exigentes, pues la poesía de Santos no se aviene con una lectura de picoteo, ni tampoco con una lectura del tirón; requiere una lectura parsimoniosa y sucesiva, como la del oleaje sobre un acantilado.

Coincido con Paca Aguirre (mujer de Félix Grande) cuando, con ocasión de la publicación de Luna y ciencia nocturna, exclamaba esta sincera admiración: “¡Válgame Dios, Santos, qué libros escribes!”. Ciertamente, Santos escribe libros de poesía, no escribe poemarios (palabra-almacén que nunca me gustó) ni menos aún florilegios de poemas. Hay en cada uno de sus proyectos poéticos, desde la balbuciente imaginación vicaria con que acompasará sus largas caminatas diarias (pues no otra explicación le encuentro al magistral ritmo de sus versos) hasta la obra impresa (pulcramente impresa, pues la estética es un imperativo irrenunciable en Santos), hay en todos sus libros, decía, voluntad de cierre, de clausura, de extenuación expresiva.

No sé si Santos pule o no mucho sus versos; parece que algo de orfebre de la palabra sí hay en él o, mejor que de orfebre, de alquimista, pues no busca el manierismo sino el conocimiento). Pero al leer sus versos parece obligado exigir el máximo respeto al dictum juanramoniano: no le toques ya más, que así es la rosa. 

Desde La orilla del invierno los libros de Santos son, según confesión propia en los envíos, itinerarios de experiencias, una geografía humana donde la palabra poética humaniza el paisaje tanto exterior como interior: 

Un hombre es el paisaje de las ciudades que ama” (Cuaderno de Abul Qasim). 
No miras ya el paisaje: eres tú ese paisaje” (La flor de las cenizas). 
“Cuando entras en el bosque, como ahora en este libro, 
te llaman los paisajes de los cuentos de invierno 
y ves en esa llama la luz que tú no tienes, 
el indicio de todo lo que te es necesario 
y en su sintaxis limpia, el orden de las cosas” (En un bosque extranjero)
“Bajo la piedra breve, bajo la luz de vidrio, 
en el paisaje doble donde se incendia el agua, 
la rosa inmóvil que no roza el viento” (El dueño del eclipse).

Yo me acercaré a la poesía de Santos, por formación y por respeto, con una mirada filosófica (eso sí, una mirada presocrática) porque es la mirada que tengo más a mano y porque creo también que es la que mejor conviene a los “signos descifrables del vuelo de las aves” con que se inicia El dueño del eclipse, a esa “cifra de la luz y música del sueño” a la que se refiere el poema Llave de sombra. 

Desde esta personal perspectiva filosófica encuentro que en la poesía de Santos hay una voluntad, de raigambre platónica, de articular la unidad desde la diversidad. En las Enéadas de Plotino, lo múltiple resulta de la emanación de lo Uno, pero aquello Uno es innombrable, inaprehensible. Lo místico, dijo Wittgenstein en el Tractatus, está allende los límites del lenguaje. “Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas”. Esta afirmación de René Char, pórtico de El dueño del eclipse, resulta toda una declaración de principios por parte de Santos. Si lo Uno es trascendente, a su vez, lo Uno, como el horizonte, es una pasión irrefrenable y un destino inaccesible. Santos lo confiesa en el poema Una canción extranjera, en Luna y ciencia nocturna; confiesa que va
“como un pájaro en vuelo (...)
que arde ciego en el aire, en círculos de sombra
antes de que la cera se funda en alta luz, 
en memoria del fuego
y vuelvan a la tierra 
las alas derretidas del poema.”

La palabra está siempre sujeta al tiempo, aunque la palabra poética puede asomarse a los límites abisales y logra atisbar algo de ese otro lado de la orilla del tiempo:

“La lengua ... es un ala que vuela 
y remonta en lo oscuro de su oscura emergencia, 
más allá de las nubes y triunfa sobre el tiempo.” (El dueño del eclipse)

A mi juicio, la poesía de Santos (un hombre que mira y escribe a tientas, ha dicho de sí) representa una poética del límite. Me sirvo para este título de la filosofía del límite de Eugenio Trías. Lo propongo como título para una posible investigación sobre la poseía de Santos Domínguez por parte de algún filólogo amante de la literatura ( que no todos lo son), porque corpus hay para ello; además hay tema y rema. Como prueba testifical de esta poética del límite valga la insistencia de Santos en el campo semántico de lo limítrofe, ya sea en los títulos, como su primer libro, Pórtico de la memoria, al que sigue La orilla del invierno, ya sea en el título de algunos poemas, Memoria de los límites (En un bosque extranjero), Fin de viaje o Postrimerías (Las provincias del frío), Canto de frontera o En el filo (Nueve de lunas), Teoría del horizonte (Luna y ciencia nocturna), En la orilla del tiempo (El dueño del eclipse), ya sea en el léxico que más abunda en su tesaurus poético y a través del cual persuena esa bellísima y grave voz propia que lo distingue entre los mejores poetas actuales.

Permitidme que espigue en sus libros y yuxtaponga versos bellos y sublimes (Kant hizo el distingo), a modo de postal veneciana, sobre esta poética del límite:

el arrabal: viajas al arrabal de los recuerdos, los arrabales de escarcha de la muerte; sobre los arrabales, la lepra de los muros y las torres del sueño; por las últimas márgenes de esta existencia muda, voy a los arrabales turbios de la ciudad.
muros: muros en lo profundo de una noche extranjera. ¿Dónde encontrar palabras que levanten un muro contra el tiempo y sus inundaciones?
límites: límites orientales, los límites del día perfilan la frontera del mundo, 
la frontera del barro y de las sílabas, la turbia frontera que no viene en los mapas; 
torre: ya no viene nadie a esta torre sin sueño; como esa torre tú, como esa torre. 
las almenas frágiles de los días; cima de ausencias, cima secreta y apical de la tarde, la cima del monte azul de la nostalgia, cima fugaz de espuma de las olas,
horizonte curvo de la tarde, horizonte púrpura de alfil y apocalipsis, 
el acantilado alto de las estrellas, bajo el acantilado la noche es una grieta vertical; 
cúpulas de oro, por las cúpulas frías del desierto de un sueño. Como reyes leprosos se retiran las horas al lugar sin destello de las cúpulas frías. 
Costa: desde esta costa el mundo anuncia un cabotaje, 
el silencio morado de la costa sin bruma del recuerdo, 
el confín sonoro de la tarde, el confín amargo de la memoria. 
Orilla: Eso somos nosotros, la orilla del mar, la orilla de bajeles varados, 
la orilla sin contornos; veo llegar la muerte por esta leve orilla de hielo y primavera, todos somos viajeros que transitan de la orilla del sueño a una orilla sin nadie, 
en una orilla tú, que vienes de los ríos vegetales del fuego. 
En la otra orilla yo, cercado... por el eclipse opaco de la luz en la sangre.

La poética del límite la expresa Santos de modo mucho más directo en estos versos:

“Todo es límite aquí, en la hora de la luz, 
donde vuelan las aves, entre el cielo y el mar. 
Todo es límite ahora entre el fuego y la tierra. 
Los límites del sueño son de cristal 
y llegan por el desierto frío de un corazón de nieve 
al vértice de hielo de esta noche callada”
(Nueve de lunas). 

En el imaginario poético de Santos,

“Un azul imposible, de sueño o de alquimista, 
dibuja la frontera que separa 
el mundo de los vivos del reino de los muertos”.
(Teoría del horizonte, en Luna y ciencia nocturna) 

“¿Dónde el límite está entre el cuadro y la vida?” (se pregunta en el poema Hopper de El dueño del eclipse); son “los límites del agua donde naufraga el tiempo, 
la noche fronteriza de la noche” (El dueño del eclipse).

Este poema-mosaico que he configurado con teselas espigadas de entre todos sus libros es una prueba palmaria de que el marbete poesía del límite le conviene a la obra de Santos, aunque su poesía no necesite marbetes, como tampoco necesita Santos, según reza en la contraportada de El dueño del eclipse, de premios ni de reseñas para ser grandísimo. Hombre, los premios no le hacen grande porque son los buenos escritores como él quienes engrandecen los premios; pero los premios en poesía sí se necesitan (tanto o más que en el cine) y quien los denuesta es seguramente porque nunca los recibe creyendo que los merece.

Vuelvo a las fluencias filosóficas que advierto en Santos, al Nietzsche que resuena en la noche que, con la inminencia azul de los vestigios, se hace cargo del viajero y su sombra (en Mina de sombra, de El dueño del eclipse). Como Heráclito de Éfeso, “Así escribe el que habita en lo oscuro, el que a tientas/ va cubriendo de imágenes un mundo que no es suyo,/un mundo que no entiende” (En un bosque extranjero). 

Así escribe uno de la estirpe de Tiresias, bajo la luna en sombra de noviembre, sobre el misterio vedado a la razón, sobre la noche indescifrable. Lo inefable, y vuelvo aquí otra vez a Wittgenstein, queda justo al otro lado de los límites del lenguaje. José Ángel Valente decía que la poesía arranca precisamente allí donde el decir se vuelve imposible. Jaime Siles, en su Conversación con Wittgenstein, escribía:

¿Qué es lo expresado? 
Esto: lo inexpresable. 
Porque lo inexpresable es lo único 
que nosotros podemos expresar. 
Lo demás, como sabe muy bien, 
solo es lenguaje.

Platón sostiene en el Fedro que la escritura es un antídoto contra el olvido. Santos lo suscribe en varios poemas de El dueño del eclipse: la lengua

“recorre las comarcas remotas del recuerdo” (En la orilla del tiempo). 
“En la retina quieta del que mira
persiste la estrategia secreta del pasado” (Hopper).
“No es el ojo el que mira. Es la memoria
quien mira en el color cansado del otoño” (Pez de sombra). 

Y el libro termina con este magistral poema-epítome, La rosa inmóvil:

“Arde el bosque del tiempo,
pero no se consumen las hojas de los árboles:
duran en la memoria, verdes o amarillentas,
y flotan en el agua transparente,
insumergibles, vivas”.

Con estas credenciales, a buen seguro que Platón no hubiera expulsado a Santos de su República, como sí hizo con los poetas falseadores e imitativos. Además de tener voz propia, y grave, Santos conquista un territorio propio para su poesía. Igual que narradores como García Márquez, Muñoz Molina o Mateo Díez han creado territorios míticos como Macondo, Mágina o Celama, también Santos siente la necesidad de crear un territorio en el que desplegar su mirada poética. Ese territorio tiene mucho de circunstancia vital y se materializa en una topografía de islas y bosques: islas interiores, islas orientales, islas de la memoria, islas en bajamar, islas extrañas, isla azul en la nieve; bosque de pinos, bosque de olores fríos, bosques de penumbras y acechos, un bosque extranjero y oscuro.
Y en estas islas, en estos bosques, llueve; casi siempre llueve.
La lluvia es otro leitmotiv de Santos.

En Las provincias del frío, pone la lluvia sus largos dedos verdes.
En La flor de las cenizas, una lluvia lentísima ahora cae sobre el mundo 
como crece la noche silenciosa en tu oído.
En Nueve de lunas, llueve con lentitud azul, 
como llovía en las mañanas bíblicas de eclipses y venganzas. 
En El dueño del eclipse hay lluvia y salitre en la orilla del tiempo, 
lluvias rituales que empapan la memoria con lenta luz de sueños, 
lluvia en Agrigento, un ángel de lluvia del Mar de los Sargazos,
llueve en el pequeño confín del corazón, 
igual que la luciérnaga bajo la lluvia apaga sus arterias de humo.
La lluvia agrieta el tiempo. 

¿Por qué llueve tanto en la ínsula y los bosques de Santos?

Él mismo dice de sí en Las provincias del frío: 
“Soy un hombre que mira a través de la lluvia”. 
¿Qué es lo que el poeta ve al trasluz de la lluvia?
En Las sílabas del tiempo encontramos la clave: 
Si sueñas con los muertos es que vienen las lluvias, le decía a Santos su padre. 

En Para explicar la nieve vienen las lluvias y con ellas regresa la abuela ausente desde su nada blanca para dejar triste a Santos en el último día del año. 
En un bosque extranjero abre con una cita de Pablo Neruda: 
“En donde se confunden la lluvia y los ausentes”. 

En El agua de los mapas, Un rostro sucesivo toma un verso de José Emilio Pacheco: “Y cada vez que inicias un poema convocas a los muertos”. 

La poesía es presagio de lluvias. En El reino de los hielos, de Para explicar la nieve, al poeta le espera un día de París con aguacero, 
un jueves con Vallejo y niebla desolada.  
Y cabe presentir que todas estas lluvias no son otra cosa que la antesala del eclipse. Arquitecto de escombros, de Para explicar la nieve, es la prueba de lo que digo:

“Hay una luz de eclipse sobre el mundo,
la imprecisa torpeza con que nos hiere incierto
el arquero del tiempo, 
esa inhábil ceguera de arquitecto de escombros
que tiene la memoria”.

Cae la lluvia sobre la lluvia y el cae el sueño sobre el sueño.
En casi todos los poemas de El dueño del eclipse hay referencias al sueño. Un sueño que, para Santos, no puede por menos que ser azul, color que en su poesía rebasa las connotaciones modernistas para convertirse en un signo proteico.
La mirada azul de los claros de luna.Los cipreses azules de las islas nocturnas. 
Una lenta verdad azul que ya no pesa. El insomnio azul donde flota la noche.
La tristeza azul con que te mira el mar;
azules conmovidos por la emoción del pájaro que llegaba del frío.
Un azul con el que la edición de Algaida viste de gala la poesía de Santos
Un sueño azul; un azul picassiano; un sueño que también dibuja este bestiario: 
el pájaro de nieve del recuerdo, 
el pez negro del tiempo que huye a una orilla de sombras, 
peces de ojos redondos, 
perros que adivinan la muerte tras la niebla, 
perros que siguen en Nínive nuestro rastro de sangre, 
el perro oracular que protege la casa y conduce al que sueña al reino de los muertos; 
las tres gotas de sangre de una alondra de nieve, 
grullas, gatos egipcios, cetáceos sigilosos, 
todo un mar de alacranes, 
un rumor espiral de serpientes...

El sueño, siempre el sueño. 
En La calle del aire la bajamar del tiempo desemboca en el túnel del sueño. 
Este poema lo cantan Pablo Guerrero y Olga Román; 
una canción bellísima donde la letra de Santos se funde 
con el tono salmodial de la música, como un mantra.

Pero la pregunta radical es esta: 
¿Y en donde está el que sueña?, pregunta el poema Mañana cenarás en Siracusa. Santos evoca aquí el gran tema barroco del sueño. Y no se trata solo de un problema de solipsismo o conflicto de identidades, como en el borgiano relato de Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña. Es algo más profundo.

En el poema que cito, el poeta viaja 
“A la casa del sueño, 
a un sueño donde era no solo el personaje, también el escenario.”
En el sueño aparece un eclipse (Santos no da pistas astronómicas, pero se me antoja que se trata de un eclipse de Luna). 
La única victoria posible ante el eclipse es no contemplarlo pasivo sino adueñarnos de él mediante la palabra en una suerte de meditatio mortis.

Poemas como Mañana cenarás en Siracusa, Ayer no te vi en Babilonia y Las grullas de Huating son una prueba de estoicismo, serenidad y coraje ante la muerte presentida o ante la memoria preterida, a la que no nos resignamos, sino que la signamos.  

Ada sin ardor, de Las provincias del frío, terminaba así: 
“Seguimos escribiendo, bajo un cielo de nieve, 
en este duro oficio de aprender a morir, 
con la decolorada tinta del desconsuelo, 
cartas apasionadas que no recoge nadie 
a un buzón cancelado en el sur de Crimea.”

En La flor de las cenizas Santos expresa la fuerza redentora de la poesía de este modo: 
“Y buscas un puñado de palabras
que levanten sus torres de arena sobre el agua
o antorchas para un bosque sonoro de instrumentos
que den a tu dolor vocabulario.”

Si, como cree Santos, las palabras son las que verdaderamente saben de nosotros (hay aquí un eco de Foucault: no hablamos, es el lenguaje quien nos habla), si no somos otra cosa que lo que hemos sido (El agua de los mapas), entonces la memoria está tejida de lenguaje y es una rosa efímera, una rosa fugitiva de viendo y de ceniza, pero que logra trascender, por asunción, la finitud radical de lo humano. 

La rosa es otra de las claves simbólicas en la poesía de Santos. Para entender en toda su magnitud su potencia metafórica invito a sus lectores a releer en paralelo poemas como La rosa inmóvil, en El dueño del eclipse; el final de Persistencia de un sueño, de En un bosque extranjero; el inicio y el final de El humo de las rosas, en Las provincias del frío y Rosa de la memoria, en La flor de las cenizas.

La memoria es el depósito poético de Santos, un poeta que escribe hacia dentro y hacia atrás. Doble luna de nieve, en El dueño del eclipse, comienza con un verso memorable: “El tiempo va delante de nosotros”. Un verso tan rotundo y profundo como este le devuelve toda la legitimidad a la Metafísica arrumbada por la miope razón ilustrada, cientificista y presentista. Y esa memoria de la que habla Santos es una memoria honda, más que extensa; hecha de espacio, más que de tiempo. El recuerdo no es tiempo: el recuerdo es espacio, sentencia en Mina de sombra. 

La poesía me parece la más fecunda síntesis de unidad, verdad, bondad y belleza que puede alcanzar la inteligencia humana. Unum, verum, bonum y pluchrum; estos son los trascendentales del ente para escolásticos como Tomás de Aquino.

Y aunque a Santos pudiera disgustarle esta comparación, nada tomista él y nada merengue, no me cabe duda de que el propósito final de su poesía se aviene bien con el traje talar de los dominicos: poner negro sobre blanco.

El dueño del eclipse aspira a poner sombra en la luz para que no nos cieguen el fulgor ni el relámpago  y convenir que del viajero y su sombra no se puede hacer cargo más que la noche.

Manuel Carrapiso, mayo 2014