15 abril 2015

El Caballero y la Muerte


EL CABALLERO Y LA MUERTE
Durero

El pie lo da un grabado con torres y jacintos.

Tras siete años de guerra cayeron las banderas
como caen rendidos los lirios asediados,
podridos por la lluvia paciente de los días,
tras un cerco tenaz de luna y torbellinos.

Y el caballero vuelve, coronado de sombras.

Viene de las regiones quemadas de la guerra,
de un tablero siniestro con sangre y con azufre.
El caballero vuelve del final de los tiempos.

No mira. Los recuerdos
le encadenan a un tiempo de incendios y celadas
que se clava en su frente como una rosa triste.
Lleva fijos los ojos en la crin del caballo.

Su carne macerada atravesó los puentes,
sintió la quemadura glacial de la derrota
que recorría su espalda con un terror de armiño
en la llanura ardiente de un ajedrez siniestro.

Desde allí el caballero contempla la espesura
fragosa de los montes, donde la noche tensa
su ballesta de hielo por las constelaciones.

Y ya no sueña nunca más que con los azores,
con corazas de fuego, con el rayo escarlata
del ejército ciego de los abismos negros.

Y oye el triple lamento
del águila, las brasas
que incendiaban los cuatro extremos de la tierra,
en su horizonte púrpura de alfil y apocalipsis.

                         (De Las provincias del frío. Ed. Algaida. Sevilla, 2006)

Es uno de los textos que forman parte del cuaderno Teoría del horizonte que ha editado el Aula Díez Canedo de Badajoz, con motivo de mi lectura de mañana jueves a las ocho de la tarde en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo.