05 noviembre 2015

Nelson Galtero. Una epifanía


Lo cuento brevemente, tras una noche de lectura desvelada. Con cansina regularidad, recibo a diario consultas o sugerencias de autores, noveles por lo general, sobre la posibilidad -incluso venal, hay quien ha llegado a pedirme precio- de que escriba una reseña acerca de la obra que acaban de publicar.
Con fatigosa frecuencia, me adelantan que se trata de novelas en las que se mezclan el relato de vampiros con el contexto futuro de la ciencia ficción intergaláctica o la trama de novela negra con el ambiente pretérito de la novela histórica. Ya saben, templarios y cadáveres.
Eso por no hablar de la variada gama de friquis que me asaltan con sus poesías, así en plural, o muy antiguas o muy modernas, pero infumables siempre.
Hace tiempo que -menos por desprecio que por cansancio- no contesto ese tipo de correos.
Pero ayer me llegó uno que me llamó enseguida la atención, no sé muy bien por qué, por su buena prosa y por su insolencia educada quizá. Tuve una rara intuición de lector experimentado que me hizo entablar una breve conversación con el remitente, un argentino nacido en Buenos Aires en 1978 y afincado en Madrid que se llama Nelson Galtero Barchetta y que ha publicado antes una obra que no conozco, Los imbéciles. 
Después de precisar algunos detalles y advertirle de que no reseño autoediciones -ni encubiertas ni descaradas-, recibí el texto de una breve novela que se titula Anexo, a la que debo una noche de fecundo insomnio y una obsesiva sensación de asombro.
Puede que no sea más que un espejismo, pero hay un magnetismo en sus treinta páginas que no me ha dejado salir de ese Anexo, escrito con descaro y potencia, con un estilo trabado y trabajado y una sintaxis sin fisuras con la que se expresa el narrador, un topógrafo que llega a un pueblo, como el agrimensor K. a la aldea que tiene un castillo en lo alto donde habita el invisible, inalcanzable, inexistente señor Klamm. Como el Grossman que aquí vive en un teatro, tan inaccesible en principio como el castillo de Kafka.
Con esas resonancias kafkianas evidentes, filtradas por un agudo sentido del humor, con un tono que no es el detalladamente frío y burocrático del maestro de Praga, sino el de la urgencia conversacional, porque se trata del anexo de un informe técnico previo a la construcción de un hotel, está escrito un  relato que comienza así:
Aquí hablo de Grossman, apenas mencionado en el informe principal. Nuestras ideas sobre él no eran exactas. Respecto al pueblo, tiene cosas en común con otros pueblos que consideramos para levantar el hotel, y cosas diferentes, como te advertí en su momento y me pediste que hiciera un anexo explicando a qué me refería exactamente. Antes de autorizar el inicio de las obras, te ruego atiendas los aspectos que describo a continuación, evitados hasta ahora por su carácter personal, fuera de los límites estrictos del informe técnico.
Entre divertido y perplejo, entra el lector en estas páginas y cuando quiere darse cuenta ya no puede salir de ellas, como no pueden salir del pueblo  por  su única salida –un túnel de mano única tras innumerables laberintos de glorietas- los muertos que no acaban de irse mientras no se firme su certificado de defunción.   
Al segundo lo encontraron también muerto (voy lo más rápido que puedo), atado a un árbol, colgado de un pie. Le habían cortado los pulgares de las manos y le habían puesto una bolsa en la cabeza. No hizo falta quitársela, lo identificó su hermano por los zapatos y la ropa. Se llama Esteban el hermano. El muerto era Eduardo.
Al día siguiente Eduardo volvió a la vida y estranguló a la hija de Esteban. Algo imposible sin pulgares. Haz la prueba, es ridículo. A no ser que fuese el alma, en ese caso, como idea esencial del ser, no sólo desobedece el tiempo sino también la falta de pulgares. Todo esto te lo cuento riéndome, nada de esto tenía sentido.
Pero Esteban quedó tocado: primero el hermano, que no habría sido nada porque al día siguiente ya estaba de vuelta, pero sólo para matar a su hija, y después se murió otra vez. Parece que oía la voz de su hija gritando y salía corriendo, pero cuanto más avanzaba (todo esto contado por él mismo), más se alejaba la voz y se dividía en múltiples voces, entonces se desanimaba y se ponía a llorar. Se desplomaba. No sigo con esto, hay mucho que contar.
Una situación que provoca otro informe, el del fiscal que interviene para esclarecer los hechos con un escrito que no parece el informe de un fiscal, parece el argumento de una novela:
«Si pasan estas atrocidades, ¿por qué no se van? Pues resulta que irse es más difícil de lo que parece. La gente lo intenta y no puede. A Jesús Duque lo encuentran al costado de la carretera, intentando huir en bicicleta. Las ruedas estaban lisas de tanto andar, pero salir no puede, es imposible. La mujer gorda camina sin parar, hasta que se desmorona, ¿consigue salir? Tampoco. Fermina Burgos lo intenta con una avioneta, parece imposible no conseguirlo con una avioneta pero igual: se harta y se tira sin paracaídas. Esteban corre como loco, se aleja unos kilómetros y siempre vuelve llorando. Yo aquí sólo veo gente que quiere irse y no puede».
Después de leer y releer con asombro sus treinta páginas -Piensa que yo aquí te estoy haciendo un resumen, hay mucho más, esto no es nada- acabo de entender por qué le contesté. Había en ese correo la misma suma de descaro y oficio, de prosa suelta y trabajada que en este sorprendente e hipnótico Anexo.
Ya no tengo dudas de haber leído un texto excepcional. No me extraña que Toni Segarra le pague los libros y se haya gastado 492 euros en esta edición, como explica el novelista en un espléndido Prólogo
No hace falta decir que no consigo salir de la novela. Ni de mi asombro.
Gracias a ese mecenazgo, por 2 euros pueden tenerlo en formato digital. No se lo pierdan.
Algunos fragmentos de la obra se pueden leer aquí