01 febrero 2010

La sombra del mitreo es alargada


Desde un Gibraltar casi vacío entre la niebla, el lunes pasado hice la primera de una serie de lecturas primaverales en una Sevilla que acababa de salir de la Semana Santa y ya está montando la feria. Fue un aterrizaje suave después de las vacaciones. En Los Remedios, precisamente. Los siguientes aterrizajes serán -ya en mayo- en Budapest, San Sebastián y Málaga. Para junio o para mejor ocasión quedarán París y Rabat.

Entre el público, además de alumnos, María Sanz y José Antonio Ramírez Lozano. En la comida que vino después, con Rosalía, con Inma y José Antonio, salió a colación el personaje de Mitra.

Y lo recuerdo cuando empiezo a escribir estas líneas:

El hijo de Dios, el Salvador, nació en el solsticio de invierno, en torno al 25 de diciembre, en una cueva, ante unos pastores. Predicó el bautismo, transformó el agua en vino, entró triunfante y entre palmas de palmera en una ciudad montado en una burrilla, murió en primavera para redimir los pecados del mundo, bajó a los infiernos y resucitó al tercer día, subió a los cielos y prometió volver al final de los tiempos para juzgar a los hombres. Su sacrificio se conmemora en una comida ritual con pan y vino que simbolizan el cuerpo y la sangre. A la entrada de sus templos, una pila con agua bendita invita a los fieles a purificarse la frente.

No. Aunque lo parezca, no estoy hablando de Cristo, sino de un antepasado suyo, el persa Mitra, del que se habla 3500 años antes de su sosias y cuya religión, extendida desde Asia Menor por todo el Imperio Romano, comparte otros seis sacramentos con el cristianismo.

Demasiadas coincidencias para no pensar en un plagio.

La reseña del último libro de Juan Eslava, que comienza así y a la que se accede pinchando en la portada, queda como un recuerdo de aquellas horas sevillanas y de aquella comida tan poco ritual como agradable.