18 enero 2023

El caso Moro



El 9 de mayo de 1978 aparecía el cadáver de Aldo Moro en el maletero de un coche en Via Caetani.

Muy cerca de allí, casi dos milenios antes, en el Largo de Torre Argentina, había sido asesinado Julio César, como relató Plutarco.

Aldo Moro tuvo su Plutarco en Leonardo Sciascia, que escribió en agosto de 1978 El caso Moro, que llega hoy a las librerías reeditado por Tusquets, con traducción de Juan Manuel Salmerón, al calor de Exterior noche, la magnífica serie de Marco Bellocchio que tiene en la base de su mirada y de su tesis este libro del novelista siciliano.

Lo escribió en caliente, con los hechos muy cercanos, y lo terminó el 24 de agosto de 1978. Cuando presentó la edición definitiva en 1983, Sciascia, que había sido miembro de la comisión de investigación del caso Moro, reivindicó, desde el rigor  y la independencia, el carácter documental de este libro, al que se añadió, en esa última versión, el informe de la comisión parlamentaria que presentó el mismo Sciascia, diputado por entonces del Partido Radical, en junio de 1982 para denunciar, entre otras cosas, las raras irregularidades que frustraron las investigaciones policiales que pudieran haber evitado el desenlace mortal del caso.

Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, fue secuestrado el 16 de marzo de 1978 en Via Fani, cuando se dirigía a la Cámara de diputados, que esa misma mañana iba a ratificar el nuevo gobierno democristiano, que -encabezado por Andreotti como primer ministro- contaría por primera vez con el apoyo o con la abstención del Partido Comunista Italiano.

Durante los casi dos meses que dura su secuestro, Moro escribe una gran cantidad de cartas, entre cincuenta y setenta, unas públicas, otras secretas. Empezando por la primera, destinada a Francesco Cossiga, ministro del Interior y protegido suyo, las más importantes se las dirige a “los que creía suyos”, para suplicarles que abriesen una negociación con sus secuestradores, los miembros de las Brigadas Rojas, “hijos, nietos o biznietos del comunismo estalinista”, en palabras de Sciascia. 

Andreotti, ya como primer ministro, tuvo un papel decisivo en el desenlace de los acontecimientos, porque la inacción disfrazada de firmeza gubernamental acabó desembocando en el asesinato de Moro.

Frente a la cobardía de quienes desoyeron sus súplicas y no evitaron su muerte, porque vieron en las cartas de Moro una muestra de locura sobrevenida, de síndrome de Estocolmo o de sumisión al chantaje, Sciascia lee esas cartas con distancia y lucidez y hace un meticuloso e inteligente análisis de esos “documentos del castigo”. Un análisis que arranca de la significativa y orientadora cita de Elias Canetti en La provincia del hombre que abre el libro: “La más monstruosa de las frases: alguien ha muerto «en el momento justo».”

Abandonado por quienes se refugiaron en la hipocresía, en el cinismo y en la doblez, Moro fue en primer lugar víctima de los terroristas que lo ejecutaron, pero también de oscuros conflictos de poder entre las facciones de la Democracia Cristiana y de los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos, que veían con alarma la posibilidad del llamado compromiso histórico con el Partido Comunista de Berlinguer, en cuyas filas también había sectores reticentes o abiertamente contrarios a la colaboración con los democristianos de Moro.

Uno de esos disidentes era el propio Sciascia, que en el momento de los hechos había abandonado el PCI y era diputado del Partido Radical. 

Pero El caso Moro no es un mero reportaje ni un informe. Es también una construcción literaria que parte de un doble modelo narrativo: el Pierre Menard, de Borges y la Vida de don Quijote y Sancho, donde Unamuno reinterpreta el texto cervantino para desmentir la locura de don Quijote.

De similar manera, Sciascia deduce de las cartas de Moro una versión distinta de la que se estaba queriendo transmitir desde el poder, que creó la imagen de un Moro trastornado por el secuestro y por el instinto de supervivencia. La lectura que hace Sciascia de las cartas del cautiverio desmonta la distorsión interesada de la imagen de un hombre enloquecido para reivindicar como autor de las cartas no al loco, sino al político reconocible por su trayectoria anterior, con la que Sciascia era muy crítico, aunque reconocía que, como había escrito Pasolini, Moro era “el menos implicado” en corruptelas de los miembros de su partido.

Desde la primera carta confidencial a Cossiga, escrita casi dos semanas después del secuestro, Moro expone por primera vez la idea que será el núcleo de argumentación de las sucesivas: 

El sacrificio de los inocentes en nombre de un abstracto principio de legalidad, cuando la necesidad obligaría a salvarlos, es inadmisible.[…] Comprendo que en un caso así, cuando se presenta, cueste decidir, pero no debemos olvidar que también puede ocurrir lo peor.

Y ahí se intercala la reflexión de Sciascia: “La cuestión no es si ya antes pensaba que un Estado de derecho puede y debe negociar con grupos subversivos para intercambiar prisioneros, si lo pensó entonces para salvar la vida o si fingió que lo pensaba; la cuestión es que si no hubiera estado dispuesto a colaborar con las Brigadas Rojas en el chantaje, ninguna carta habría salido de la «prisión del pueblo».”

Y Sciascia desenmascara con esta ironía la respuesta de firmeza de los Andreotti, Fanfani, Piccoli, Cossiga o Zaccagnini: “Es como si un moribundo se levantase de la cama, de un salto se agarrase a la lámpara del techo como Tarzán a una liana y, sano y vigoroso, se lanzara a la calle por la ventana. El Estado italiano ha resucitado. El Estado italiano está vivo y es fuerte y duro. Lleva más de un siglo conviviendo con la mafia siciliana, con la camorra napolitana, con el bandolerismo sardo; lleva treinta años siendo un Estado corrupto e incompetente, despilfarrando y malversando el dinero público impunemente; lleva diez años aceptando lo que De Gaulle llamó -y no toleró - «el recreo»: aulas ocupadas y destrozadas, violencia de los jóvenes entre sí y con los profesores. Pero ahora, ahora que las Brigadas Rojas tienen prisionero a Moro, el Estado italiano se alza fuerte y solemne. ¿Quien osa dudar de su fuerza, de su solemnidad?”

Y esa respuesta sorprende a Moro, que se teme lo peor cuando escribe que también “el Partido Comunista, que tanta firmeza exige ahora, no debe olvidar que mi dramático secuestro sucedió cuando me dirigía al Parlamento a consagrar al gobierno en cuya formación tanto trabajé.”

La lectura entre líneas de las cartas de Moro junto con los comunicados de las Brigadas Rojas, que a menudo llegaban a la vez a la redacción de La Reppublica, articulan esta potente indagación de Sciascia en torno a las circunstancias y el desarrollo del caso. Una indagación en la que su punto de vista sobre aquel asesinato que se pudo haber evitado queda muy claro en párrafos como este: “No existe razón alguna para no haber intentado que no se cometiera, y menos aún la llamada razón de Estado, de un Estado que ha suprimido el martirio y el horror de la pena de muerte.
Moro lo soportó sin enloquecer. No era un héroe, ni estaba preparado para serlo. No quería morir así y trató de evitarlo. Pero en esta voluntad de no morir, y de no morir así, había también una preocupación, una obsesión, que trascendía su propia vida (y su propia muerte).”

A los ojos de Sciascia, la figura de Moro crece y se dignifica durante el cautiverio, en el que se refiere “a su inteligencia, a su circunspección, a su lucidez, cualidades de las que dio muestras, más que en sus treinta años de actividad política, en las cartas que envió desde la «prisión del pueblo».” Y añade páginas después: “Moro no quiere ser aplastado. No por cobardía, sino, se diría, por probidad.”

Es un Moro que lamenta la escolta insuficiente que facilitó el secuestro, la falta de eficiencia policial para localizarlo y la ausencia de respuestas a sus peticiones desesperadas. Un Moro que se sentía el chivo expiatorio que iba a pagar por todos, como le decía a Zaccagnini en una carta en la que lamenta que “las acusaciones que se dirigen al partido nos afectan a todos, aunque el llamado a pagar por ellas soy yo, con consecuencias que no es difícil imaginar. 
[…]
Soy un prisionero político al que vuestra repentina decisión de negaros a hablar sobre otras personas también detenidas pone en una situación insostenible. El tiempo pasa y por desgracia no hay mucho. Cada momento podría ser demasiado tarde.”

Lo fue. Finalmente fue demasiado tarde para Aldo Moro, que en los dos meses de secuestro fue encadenando decepciones ante sus compañeros de partido o ante el Vaticano, defensores de la razón de Estado; escribió cartas demoledoras como la que dirigió contra el senador democristiano Paolo Emilio Taviani y dejó afirmaciones como estas, ante la posibilidad cada vez más cercana de su muerte: 

Aun en este momento supremo, sigo sintiendo una gran amargura. ¿Nadie ha discrepado? Habría que explicarle a Giovanni qué es la actividad política. ¿Nadie se arrepiente de haberme obligado a dar un paso que yo no quería dar? ¿Y Zaccagnini? ¿Cómo puede seguir tan tranquilo? ¿Y Cossiga, que no ha sabido defenderme? Mi sangre recaerá sobre ellos.

Lo digo claramente: yo no perdonaré ni justificaré a nadie.

Este derramamiento de sangre no beneficiará ni a Zaccagnini, ni a Andreotti, ni al partido, ni al país: todos pagarán sus consecuencias.

A lo largo de ese agónico proceso de cautiverio -escribe Sciascia- Moro “ha entrado trágicamente en la vida; ha pasado de ser personaje a ser «hombre solo», y de ser «hombre solo» a ser criatura, pasos que, según Pirandello, son el único modo de salvarse.”

Las cartas se van haciendo cada vez más dramáticas y en una de ellas, a finales de abril, Moro denuncia que se siente abandonado por el poder y concluye con estas palabras casi póstumas: 

Por eso, por una incompatibilidad evidente, pido que a mis funerales no asistan ni autoridades del Estado ni hombres de partido. No quiero más que a las pocas personas que realmente me quisieron y serán dignos de acompañarme con sus oraciones y su amor.

“La clave del drama -concluye Sciascia-, la razón por la que a Moro le corresponde morir (como «reconocimiento») es precisamente esa: que ha sido el artífice del regreso del Partido Comunista a la mayoría gubernamental después de treinta años. Y las Brigadas Rojas no solo lo acusan explícitamente de ello en sus comunicados, sino que tienen la fúnebre ocurrencia de hacerlo también solemne y simbólicamente dejando su cuerpo entre Via delle Botteghe Oscure, donde tiene su sede el Partido Comunista Italiano, y la plaza del Gesù, donde tiene su sede la Democracia Cristiana.”

“Pero la verdadera razón -añadió Sciascia en su informe a la comisión parlamentaria-, la explicación principal de que no se llegara a un desenlace feliz, fue la decisión de no reconocer que el Moro al que las Brigadas Rojas tenían prisionero era el Moro que, político agudo, equilibrado y juicioso, se reconocía (ya casi unánimamente, como un reconocimiento póstumo, necrológico) que había sido hasta las 8:55 horas del 16 de marzo, momento en el que Moro dejó de ser el que había sido y se convirtió en otro, como demuestran las cartas en las que pedía que lo rescataron, y sobre todo el hecho de pedirlo.”