10 abril 2024

Omeros

 



Con esa estupenda portada que reproduce una acuarela de pescadores del propio autor, hoy llega a las librerías, publicada por Anagrama, la reedición de Omeros, el monumental poema épico de Derek Walcott considerado por muchos como su mejor libro. En la admirable traducción del poeta mexicano José Luis Rivas, este es su verso inicial, puesto en boca de Filoctetes:

Así es como, una alborada, tumbamos las canoas.

Lo publicó en 1990 y dos años después obtuvo el Nobel de Literatura. Otros dos años más tarde, en 1994, apareció en Anagrama la edición bilingüe de este monumento poético caribeño que treinta años después alcanza su tercera edición. 

Ambientado en su Santa Lucía natal, Omeros es un extenso poema narrativo (como “novela en verso” se ha definido alguna vez) en siete libros, sesenta y cuatro capítulos subdivididos siempre en tres secciones de extensión variable y con miles de versos rítmicos agrupados en estrofas ternarias, que en su estructura circular establece un diálogo entre la historia exterior de los acontecimientos y la epopeya intrahistorica individual de la esclavitud, el desarraigo y el sufrimiento con la que Walcott funda míticamente la identidad caribeña desde el regreso a las raíces.

Con la capacidad mitificadora de sus versos, entre travesías marítimas y viajes de regreso a los orígenes, el texto de Omeros va levantando una intensa reflexión sobre la memoria individual y colectiva a través de la oralidad de un cruce de voces que conectan la épica griega antigua con la realidad caribeña contemporánea y reinventan la guerra de Troya como una lucha de pescadores antillanos (Aquiles y Héctor) a partir del triángulo amoroso de una historia de rivalidades amorosas provocadas por Helena, la negra antillana independiente y rebelde que es también una metáfora de la isla de Santa Lucía:

Esto es como Troya 
de nuevo. ¡Aquel bosque tupiéndose por un rostro! 
Solo los años han cambiado desde los reyes de cizañosa barba.

Entre estos almendros de piedra, puedo ver al Comte de Grasse 
paseándose como el cornudo Menelao mientras su esposa mece 
con una mano sus sandalias, pavoneándose en un parapeto, 

sabiendo que su belleza es eso que ningún hombre puede reclamar 
al igual que esta bahía. Su belleza se mantiene aparte 
en un vestido dorado, las playas coronadas con su nombre.

Varias tramas y voces (la de los pescadores, la del mayor Plunkett y Maud, su mujer, la del propio Walcott, la del bardo ciego Seven Seas, un Homero actual, al que se atribuyen estas estrofas) y diversos tiempos se entrelazan en el poema a través de los diálogos y los pensamientos de los personajes, que navegan en viajes reales o imaginarios por mares que los llevan del presente al pasado, a África y a Europa, a Lisboa y a Londres, a Roma y a Dublín, a Guinea, Estambul o Toronto.

En su discurso de recepción del Nobel, Walcott aludía a ese encuentro entre el pasado y el presente como una de las características de la poesía: “La poesía es como el sudor de la perfección, pero debe lucir tan fresca como las gotas de la lluvia sobre la frente de una estatua. Combina lo natural con lo marmóreo. Y conjuga ambos tiempos: el pasado y el presente; el pasado es la estatua; el presente, el rocío o la lluvia sobre su frente. Existe el lenguaje amortajado y el vocabulario personal: la labor de la poesía es excavación y descubrimiento de uno mismo.” 

Con la exuberancia formal que parece ser un rasgo estilístico común a los poetas caribeños, a su paisaje natural y a su mundo multicultural –ahí estuvieron antes Saint John Perse en francés y Lezama Lima en castellano-, la potencia verbal y metafórica de Walcott sostiene una poesía de los sentidos y de la inteligencia en la que conversan las razas, las épocas y los espacios en un concierto coral de polifonía antillana, con un caudaloso torrente verbal y la cascada de imágenes que despliegan sus potentes versos narrativos.

La escritura de Walcott, potente y vital, marítima y terrestre, poblada de luminosas metáforas, hace el milagro de aniquilar las edades y las fronteras para convertir lo fugaz en eterno y lo local en universal en un libro prodigioso que termina con estas estrofas:

En la arenosa pila de la toma de agua, todo dolorido, Aquiles 
se lavó la arena de los talones, luego escribió la llave de bronce 

hasta la última gota. Una inmensa vacuidad de color lila 
serenaba la mar. Olfateó su nombre en una axila. 
Se raspó las escamas secas de las manos. Le agradaba llevar consigo 

los olores de la mar. La noche abanicaba su marmita de carbón 
desde una seductora estrella. El No Pain alumbraba sus puertas 
en la aldea. Aquiles puso la rebanada de tonina 

que había separado para Helena en la oxidada lata de Héctor. 
La luna llena brillaba como una rodaja de cebolla cruda. 
Cuando dejó la playa, la mar aún seguía siendo ella misma.