14 julio 2024

El Támesis negro


Desde tiempos inmemoriales fue el río de los muertos, el depósito donde se arrojaban los cadáveres de la población local. El número de cráneos humanos hallados en Chelsea le ha valido la denominación de «nuestro Gólgota céltico». Tal como afirmó Joseph Conrad a propósito del Támesis: «y éste también ha sido uno de los lugares más tenebrosos de la tierra». La derivación de su nombre, de origen precéltico, es tamasa [río oscuro]. ¿Cómo pueden descartarse todas estas influencias y asociaciones cuando, hoy en día, la gente solitaria y triste suele pararse a contemplar las profundidades turbulentas del río? El poeta alemán Heinrich Heine confesó en 1827 que «una tarde, en el puente de Waterloo, me invadió la pesadumbre, y posé mi mirada en las aguas del Támesis […]. En ese momento me vinieron a la memoria las historias más taciturnas».

El río abarca todas estas historias y cuentos, como podrían atestiguar las antiguas «casas de muertos» que bordean las riberas. En ellas se almacenaban los cuerpos de quienes, según anunciaban unos carteles pegados por toda la ciudad, se «habían ahogado». Cada semana había tres o cuatro suicidios o muertes accidentales, sus cadáveres eran colocados sobre unos estantes, o bien en un «armazón» de madera, esperando la visita de un bedel y un juez de instrucción. Heine añadió que «me sentía tan mal anímicamente que sin querer me resbalaron unas lágrimas cálidas. Éstas cayeron al Támesis y se alejaron hacia el poderoso océano, el cual ya ha engullido tal inundación de lágrimas humanas sin pensar en ellas». Podría decirse que el propio río ya las había engullido. Los guardas de los puentes eran famosos por su disposición a comentar los suicidios (cuántos se habían producido, cuán difícil fue disuadir a las víctimas, cuán complicado, en definitiva, había sido encontrarlos una vez saltaron al río). En ese sentido, el Támesis puede erigirse como un auténtico símbolo de la opresión londinense. Puede llevarse consigo todas las esperanzas y ambiciones de una vida, o transformarlas por completo.
Las riberas marcan ese punto donde la piedra de la ciudad y el agua confluyen en un abrazo perpetuo, mezclándose los restos de barcos esparcidos con la basura urbana; aquí flotan láminas de metal, postes de madera podrida, botellas, latas, ceniza, trozos de cuerda, cartones, sin una función u origen identificable. El río también incide en la estructura de la ciudad con lo que Dickens describió en Nuestro amigo común como «las influencias dañinas del agua: cobre descolorido, madera podrida, piedra gastada, depósitos verdes y fríos».

Peter Ackroyd.
Londres: una biografía.
Traducción de Carmen Font Paz.
Edhasa. Barcelona, 2012.