10 agosto 2024

Un imperio helado


Hendrick Avercamp. 
Paisaje invernal con patinadores sobre hielo, c. 1608. 
Rijksmuseum, Ámsterdam.


 ¡Qué felices parecen! Se mueven por el hielo como si fuera su casa. Patinan, viajan en trineos de caballos por la lisa tarima del mundo, conversan formando corrillos. Los señores pudientes llevan el abrigo echado sobre los hombros; las damas, toca de encaje o peluca. La gente sencilla gasta chaquetas cortas. No hay un solo fuego encendido que caliente las extremidades heladas. Casi nadie parece tener frío.
Tanta vida en medio del hielo atrae la mirada; el paisaje se disuelve una y otra vez y forma escenas nuevas, los aldeanos aparecen en todas las situaciones imaginables, desde los dos amantes en un montón de heno (¿son dos hombres?) hasta el trasero desnudo que sobresale de una barca agujereada, y otro, cuyo dueño aparece en cuclillas debajo de un sauce, pasando por la madre con el niño en primer plano, los hombres que juegan al golf, el cortador de caña con su enorme gavilla y la pareja de jóvenes enamorados que, cogidos de la mano, se deslizan por la superficie. Mientras parecen acercarse a nosotros, la mujer bebe de un vaso. Es uno de los pocos personajes que nos enseña la cara, pues la mayoría se aparta de nosotros sobre patines de acero y se dirige hacia el horizonte, un futuro esbozado solo con incertidumbre.
Un poco hacia la derecha del centro del cuadro se ve un grupo elegante con ropajes bordados en oro: las damas con miriñaque y pelucas voluminosas, los hombres con plumas de avestruz en el sombrero. Un triste mendigo intenta que se compadezcan de él, pero el grupo no muestra el menor interés. ¿Qué hace esa gente en el hielo, en un pueblo cualquiera, sin carruajes, sin criados? ¿Cómo ha llegado hasta ahí? No parece que estén celebrando una fiesta. No es Navidad, no es Carnaval, no es domingo... Al fondo, la iglesia se ve oscura y vacía.
Cuanto más observamos ese panorama, menos verosímil parece. Lo que al principio tiene un toque realista se convierte rápidamente en una alegoría: toda una sociedad sobre hielo, ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y viejos, señores y sirvientes, todos igualados por la escarcha y el frío, que, sin embargo, parecen dejarlos impasibles. Solo el cadáver de un animal, delante y a la izquierda, indica que también la muerte tiene algo que decir en ese idilio. Una trampa para pájaros hecha con trozos de una puerta vieja enseña lo fugaces que pueden ser las alegrías inocentes; delante de la trampa, la colmena vacía evoca intensos días de verano y flores multicolores. Por encima de ese ajetreado mundo en miniatura, vemos suspendido, en medio del cielo, un pájaro que parece elevarse cada vez más. ¿Es un ave de corral común y corriente o el último recuerdo de un Espíritu Santo protector?
Hendrick Avercamp (1585-1634), el creador de ese paisaje, se especializaba en escenas invernales. Las pintaba todo el año en su estudio de Ámsterdam y, más tarde, en Kampen. Los personajes alegres y desinhibidos de sus cuadros, que disfrutan sin sentir en absoluto el frío, expresaban los anhelos del artista, que era sordomudo y vivía con su madre apartado del mundo. Avercamp murió pocos meses después de morir ella. El feliz frenesí que pintaba era, siempre, la vida de los otros.
Como todos los pintores de su tiempo, trabajaba sobre apuntes y de memoria, de ahí que también este paisaje sea una composición con muchos grupos y figuras que acaban fundiéndose hasta formar un todo. El artista nunca los concibió como reproducción documental de la realidad. Si bien esa gente que tan despreocupada retoza en el hielo, una alegoría de la unidad y de la paz social, es sin duda un producto de la imaginación del artista, Avercamp no tuvo necesidad alguna de inventar el paisaje.
La fecha de la pintura, 1608, permite intuirlo; el invierno anterior fue uno de los más fríos de la historia. No solo en los Países Bajos se transformaron los ríos y canales en un escenario helado sobre el que Avercamp pudo poner en escena a toda la sociedad... El Támesis llegó tan congelado hasta Londres que los puestos del mercado se montaban sobre el hielo; una mañana, Enrique IV de Francia despertó con la barba helada y el vino se congelaba en los toneles; en la Europa oriental, a los pájaros les ocurría lo mismo en pleno vuelo y caían al suelo, y una alta capa de nieve llegó a cubrir zonas de Italia y España. Europa era un imperio helado.

Philipp Blom.
El motín de la naturaleza.
Historia de la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700).
Traducción de Daniel Najmías.
Anagrama. Barcelona, 2019.

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