Del templo griego a la Bauhaus
Escribía John Ruskin en 1885 en La lámpara de la memoria, donde defendía la memoria como la sexta lámpara de la Arquitectura, que “debemos contemplar la Arquitectura con la máxima seriedad. Podemos vivir sin ella, adorar sin ella, pero no podemos recordar sin ella.”
No sé si David Ferrer, además de arquitecto buen lector y templado prosista, conoce esa reflexión y esa luminosa obra de Ruskin. Es muy probable que sí, aunque en su libro sólo cita Las piedras de Venecia. En todo caso, su magnífica Historia personal de la arquitectura europea, que acaba de aparecer en Tusquets en una edición generosamente ilustrada, responde a ese convencimiento y es un despliegue de memoria cultural y sabidurías integradas en las que confluyen la historia general, la de la cultura, el arte o la literatura y la historia social para trazar en conjunto un completo panorama de la esencia de la civilización occidental y de su evolución a través de la arquitectura.
“Muchas ciudades europeas -explica David Ferrer en el prólogo- conservan ruinas griegas y romanas, templos medievales, edificios renacentistas y barrocos. En ellas existen testimonios más o menos importantes de todas las corrientes arquitectónicas de los últimos dos siglos, hasta el punto de que sus calles constituyen los mejores museos de arquitectura posibles. Este es un libro de historia de la arquitectura europea, que ciertamente no es la única importante que ha habido en el mundo, pero sí aquella que más ha tenido conciencia de sí misma, la que ha experimentado cambios más radicales y la de mayor influencia universal. La obra contempla la arquitectura creada en el continente europeo desde Grecia hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa pierde la indiscutible influencia política y cultural que había mantenido desde hacía siglos. No es una historia miniaturizada, que repase fielmente todos y cada uno de los episodios arquitectónicos de Europa y los comprima en un libro de pequeño formato. Muy al contrario, es un resumen que focaliza la arquitectura y los edificios más importantes e influyentes y olvida voluntariamente los secundarios, o si se prefiere, es una antología de la mejor arquitectura.”
Una antología arquitectónica, subtitulada Del templo griego a la Bauhaus, que propone un espléndido recorrido histórico a lo largo de cuarenta capítulos que reconstruyen el panorama de la civilización occidental a través de su arquitectura, desde la Grecia clásica y su carácter fundacional hasta la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial.
Construida con una prosa nítida y elegante, alejada de tecnicismos, esta antología de la arquitectura europea que inicia su itinerario en la Atenas clásica de la Acrópolis, el Partenón y los templos con relieves escultóricos, recorre las primeras ciudades emergentes (Atenas, Alejandría, Mileto, Pérgamo); la helenización de la arquitectura romana y la decisiva transformación que produjeron el arco y la bóveda de cañón que los romanos conocieron en Asia Menor y Babilonia (“la bóveda de arista y la arquería constituyen históricamente unos hallazgos de enorme trascendencia para la arquitectura europea”); los grandes edificios públicos, como el asombroso Panteón o el imponente Coliseo; la primera arquitectura del cristianismo, que transformó las antiguas basílicas de uso civil en suntuosos edificios de carácter religioso desde Constantino; la arquitectura bizantina del Imperio romano de Oriente y Santa Sofía de Constantinopla; el largo proceso de aprendizaje de la arquitectura por parte de los bárbaros que culminó con Carlomagno y la Capilla Palatina de Aquisgrán; la primera arquitectura medieval de los monasterios y las primeras catedrales de cruz latina; el arco apuntado y la revolución de la bóveda de crucería que dio lugar al gótico, iniciado en la abadía de Saint Denis y culminante en la Europa de las catedrales.
La parte central del volumen dedica once capítulos por su trascendencia al Renacimiento y el Barroco: la renovación de Roma con la cúpula de Brunelleschi en Florencia; el primer libro de arquitectura de Leon Battista Alberti y el templete de Bramante en San Pietro In Montorio; la construcción de la basílica de San Pedro -“Colocaré el Panteón sobre la basílica de Constantino”, había anunciado Bramante, que diseñó la iglesia aunque no pudo terminarla-; la irrupción potente y renovadora de Miguel Ángel, que “dio un rumbo irreversible a la arquitectura renacentista” ya en Florencia con el diseño de la Biblioteca Laurenciana antes de remodelar en Roma el Campidoglio y de imprimir en San Pedro del Vaticano “una huella personal y definitiva”; el Barroco o la nueva arquitectura de la Iglesia católica romana, entre Bernini, que trabajó casi sesenta años para dejar su presencia imborrable en el paisaje urbano de Roma, y Borromini, la otra cara del Barroco romano, su lado oscuro y ensimismado; el Barroco francés en el siglo de Luis XIV y el esplendor del Louvre y Versalles o el Barroco anglicano en la cúpula de la catedral de San Pablo en Londres.
Con el Essai sur l’Architecture (1753) el abad Laugier se sumaba a “una ofensiva intelectual francesa de mayor alcance que iba a cambiar la historia de Europa.” Una ofensiva de la que formaban parte de los enciclopedistas del Siglo de las Luces. El Essai formulaba una propuesta racionalista frente al Barroco que acabaría tomando forma en el Neoclasicismo y en la recuperación de los modelos arquitectónicos griegos. Sustentado en las teorías de Winkelmann y en la reivindicación de la arquitectura romana por parte de Piranesi, ese fue el estilo arquitectónico que se impuso en Europa a lo largo del siglo XVIII, con el apoyo intelectual de Goethe, que compaginó la defensa de la arquitectura neogriega con la revindicación del Gótico como estilo nacional que expresaba el alma alemana. Eslabón entre la Ilustración y el Romanticismo, Goethe propició que este último movimiento volviera la mirada a la arquitectura gótica en un contexto general de reivindicación de lo medieval también en la literatura y el arte.
La incorporación de nuevos materiales como el hierro en la construcción de mercados o estaciones de ferrocarril, lo que provocó una ruptura conceptual entre arquitectura y ingeniería; el éxito efímero del Art Nouveau; la modernidad de la Escuela de Viena y su arquitectura funcional y exenta de ornamentación; el clasicismo modernista catalán de la Escuela de arquitectura de Barcelona y el Palau de la música; la arquitectura de Gaudí en la Sagrada Familia, el Parque Güell y la Casa Milà (La Pedrera), obras aunque “plásticamente fascinantes” de “dramática inutilidad” son algunos de los momentos arquitectónicos que trata el autor en el resto de los capítulos para culminar en la Bauhaus alemana de Gropius y su fusión de arte y tecnología, de racionalidad y funcionalismo en “el mayor experimento para crear una escuela de arte y arquitectura propia del siglo XX.”
Este que dedica al monasterio del Escorial es uno de los párrafos con los que David Ferrer construye la admirable Una historia personal de la arquitectura europea:
El Escorial es a la vez monasterio, iglesia, panteón y palacio real, una combinación singular de usos que seguía la tradición de los grandes monasterios medievales de la península como Alcobaça o Poblet. La planta reticular del Escorial, con sus numerosos patios, es de clara influencia italiana, así como la cúpula con tambor, la primera que se construía en España y una apropiación temprana del templete de Bramante. A su vez, los pintorescos chapiteles de pizarra del tejado, inéditos en la arquitectura local, son en cambio de influencia flamenca y un probable guiño deferente al país donde transcurrió la juventud del rey. A pesar de estos préstamos, el aspecto general del monasterio, con la desnudez de sus fachadas de granito, la inmisericorde repetición de sus ventanas y las cuatro torres que flanquean el edificio una influencia del alcázar (alcaçr) islámico, lo acerca más a la arquitectura castrense de tradición hispánica que al manierismo de cuño italiano. Juan de Herrera (1530-1597) exmilitar y lo que llamaríamos hoy ingeniero o arquitecto, y un culto estudioso embarcado en la metafísica de la geometría, acabó el edificio y le dio el aspecto final. Pero sobre todo fue el competente organizador de una compleja obra de enormes dimensiones que consiguió terminar además en el tiempo récord de veintiún años: «Un esfuerzo consagrado al esfuerzo» [Ortega y Gasset. Meditación del Escorial]; en Europa solo la construcción de San Pedro de Roma podía rivalizar con esta obra. El Escorial, aunque sea el edificio que mejor refleja los rigurosos postulados artísticos de la Contrarreforma, nunca ha despertado demasiados entusiasmos estéticos más allá del interés que suscita su gran contenido histórico.
Vuelvo, para terminar, a John Ruskin y a La lámpara de la memoria, donde defiende que “podemos afirmar que la Memoria es en verdad la Sexta Lámpara de la Arquitectura, porque los edificios civiles y domésticos solo adquieren su plena perfección al apuntar a la memoria y a la monumentalidad; y ello porque, a tal efecto, son, por un lado, erigidos de un modo estable y, por el otro, sus motivos decorativos están impregnados de significados históricos o metafóricos.”
Un libro como este vuelve a encender con sus luminosas páginas, esa memoria presente de la civilización y la cultura.
<< Home