21 noviembre 2025

El Renacimiento oscuro

 


Que Marlowe y Shakespeare se conocían bien se deduce claramente de sus obras. Se conserva toda una red de alusiones, resonancias y préstamos, pruebas que se han admitido y estudiado minuciosamente durante varios cientos de años. Algunos estudiosos de la literatura han escrito sobre esta red como si los dos dramaturgos contemporáneos en realidad nunca se hubieran conocido en persona, como si uno saliera por la puerta justo antes de que llegara el otro. Sin embargo, estudios recientes, incluida una serie de sofisticados análisis informáticos, han generado un consenso académico cada vez mayor en que la trilogía de dramas históricos conocida como las tres partes de Enrique VI (publicada en el First Folio de 1623 como obra de Shakespeare) fue escrita en realidad en colaboración. En 2016-2017, The New Oxford Shakespeare: Authorship Companion dio el paso de atribuir la autoría de las partes 2 y 3 (ambas escritas antes de la primera) a William Shakespeare, Christopher Marlowe y al menos otro dramaturgo más aún no identificado. 
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No es que Shakespeare fuera sublimemente indiferente a aquellos con los que vivía y trabajaba. Todo lo contrario: durante toda su vida, se inspiró prácticamente en todo y en todos los que encontró. ¿Cómo, de entre todas las personas, no iba a estar presente en sus obras el brillante Marlowe? Su colaboración con este en las obras de Enrique VI tuvo lugar casi al principio de la carrera de Shakespeare, cuando aún estaba a medio formar como escritor. Es probable que a Shakespeare le fascinara no solo la inmensa habilidad poética y la originalidad de su colaborador, sino también la persona imprudente, impulsiva, exagerada y posiblemente condenada que parecía ser. Puede que haya atisbos de Marlowe (esbozos a los que solo tenemos acceso parcial o indirecto) en varias obras posteriores de Shakespeare: en el salvaje y extravagantemente imaginativo Mercucio de Romeo y Julieta, por ejemplo, en el Hotspur de Enrique IV 1 o en el escéptico Tersites de Troilo y Crésida.
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Marlowe y Shakespeare eran lo que Joseph Conrad llama «copartícipes secretos». Más allá de sus orígenes provincianos y de clase similares, ambos compartían un inmenso talento poético, la capacidad para complacer a todo el mundo, una curiosidad insaciable y una imaginación que no parecía tener límites. A juzgar por las obras que se conservan, parece que también compartieron lo que ahora llamamos deseos y experiencias queer. Y aunque Shakespeare era mucho más reservado sobre sus opiniones, hay muchos indicios, aunque sutiles, de que su escepticismo sobre las ortodoxias que imperaban en su época se aproximaba al de Marlowe.

Con esas líneas aborda Stephen Greenblatt, que fue titular de la Cátedra John Cogan de Harvard, la relación entre Shakespeare y Marlowe en su monumental El Renacimiento oscuro. La turbulenta vida del gran rival de Shakespeare, que acaba de publicar Crítica, casi simultáneamente a la edición original en inglés, con una impecable traducción de Yolanda Fontal Rueda.

Quienes hayan leído su espectacular El giro, sobre el hallazgo de un manuscrito de De rerum natura de Lucrecio, o El espejo de un hombre, una obra maestra en torno a la biografía de Shakespeare, saben que de cada nuevo libro de Greenblatt pueden esperarse lo mejor y que no los defraudará.

Y lo podrán corroborar en esta intensa indagación sobre la vida y la obra de Christopher Marlowe, un autor rodeado de oscuridad y de leyendas, y sobre su época agitada y peligrosa, difícil y creativa a partes iguales.

Con el mismo rigor documental que desplegó en su biografía de Shakespeare y con la misma agilidad narrativa que demostró en El giro, El renacimiento oscuro reconstruye el mundo personal, social y cultural de Marlowe, desde su nacimiento el 6 de febrero de 1564, hijo de un zapatero pobre de Canterbury, hasta su oscura muerte por apuñalamiento en un ojo durante una pelea de taberna el 30 de mayo de 1593, cuando aún no había cumplido los treinta años.



De vida brillante y trágica, turbia y apasionante, así resume Greenblatt la importancia literaria de Marlowe, que sobrepasa la llamativa agitación de su biografía fascinante, transgresora en lo teatral, subversiva en lo social y heterodoxa en lo sexual en unos tiempos tan peligrosos como los de la Inglaterra isabelina:

Durante su breve y tumultuosa vida fue un escritor extraordinariamente prolífico, autor de no menos de siete obras de teatro y de poemas extraordinarios, aunque no se publicó nada con su nombre mientras vivía. No se conocen ni se conservan cartas, diarios o manuscritos de su puño y letra; ni tampoco cartas dirigidas a él. Escribió en una sociedad en la que las ideas de libertad de pensamiento, libertad de expresión y libertad religiosa eran desconocidas. Gran parte de lo que sabemos sobre su vida y sus opiniones procede de los informes de espías y confidentes o de declaraciones obtenidas mediante tortura. No obstante, Marlowe es el hilo que nos guía a través de un laberinto de pasillos, muchos de ellos poco iluminados, peligrosos y plagados de secretos, y nos conduce hacia la luz. En el transcurso de su inquieta, desafortunada y breve vida, en su espíritu y en sus estupendos logros, Marlowe despertó el genio del Renacimiento inglés.

Después de haber adquirido  una sólida formación académica en la King’s School de Canterbury y luego en el Corpus Christi College de Cambridge, donde permanecería más de seis años, Marlowe se trasladó a Londres, donde empezó a escribir obras para el teatro de la Rosa. Fueron -lo vemos también en Shakespeare- tiempos de enorme desarrollo teatral. Aunque cuestionados por los moralistas a causa de sus malos ejemplos y vistos con prevención por las autoridades civiles por su propensión a los desórdenes públicos, los espectáculos teatrales tenían en aquellos años finales del siglo XVI un número creciente de espectadores (“el público acudía al teatro por millares”).

Ante aquella exigente demanda, Marlowe pudo dedicarse profesionalmente a la composición de obras teatrales cuya aportación más trascendental fue modificar el panorama de su época para impulsar el inglés como lengua literaria y acercar las piezas al habla de la calle. Y además, concitar simultáneamente el interés del público aristocrático y del popular por sus obras teatrales, que construyó con la base renovadora del verso blanco y el ritmo básico del pentámetro yámbico sin rima que resuena en Shakespeare y más tarde en Milton o en Wordsworth.

Cuando Marlowe llegó a Londres y lo contrató Henslowe para su recién inaugurado teatro de la Rosa, llevaba ya bajo el brazo su Tamerlán el Grande, un drama histórico sobre la desmedida ambición de poder de un conquistador con la que conquistó al público londinense. Con ella cambiarían decisivamente su vida y el rumbo del teatro inglés: “Prácticamente todo en el teatro isabelino -escribe Greenblatt- es pre y post Tamerlán.”

Era un Marlowe arrogante que parecía estar cómodo bordeando el escándalo y la provocación. Por eso, no dudó en reflejar en sus textos, especialmente en el Enrique II, la homosexualidad, posiblemente aprendida y practicada en secreto en el college: “Marlowe siempre cortejaba el peligro -escribe Greenblatt-. Parece que le estimulaba, como a todos los personajes principales de sus obras.”

Y así, además de verse implicado en un asesinato callejero, no fue la de la homosexualidad la única actividad clandestina de Marlowe, integrante de alguna que otra misión secreta en Francia como espía al servicio de la reina, que tuvo que intervenir indirectamente para que Marlowe recibiera en 1587 el título universitario de Maestro en Artes, para el que no reunía todos los requisitos por la irregularidad de su asistencia al haber estado ausente algún tiempo por haber participado en esas operaciones de espionaje. 

Clandestinidad temeraria la que ejerce Marlowe como falsificador de moneda en Flandes, episodio al que seguiría la composición de El judío de Malta, de argumento brillante protagonizado por Barrabás y cuyo prólogo lo recita el espíritu de Maquiavelo, “el apóstol de la maldad.”

Al pacto fáustico y a la última gran obra de Marlowe, Doctor Faustus, dedica Greenblatt un espléndido capítulo en el que destaca la aportación del monólogo como gran novedad técnica del teatro moderno: “Hoy estamos tan familiarizados con la representación dramática de una vida interior poderosa y compleja, gracias en buena medida a la intimidad del soliloquio, que de algún modo asumimos que siempre fue un recurso artístico disponible. Sin embargo, fue en Doctor Faustus donde apareció en escena por primera vez. Shakespeare, junto con otros contemporáneos de Marlowe, fue testigo de su asombrosa aparición. El autor de Hamlet y Macbeth aprendería de Doctor Faustus cómo se podía hacer.”

Pero pese a su éxito y su indudable talento para la poesía y el teatro, Marlowe no llegó a ser rival de Shakespeare: se quedó en el camino que le había dejado abierto tras andar por sus bordes entre provocaciones y temeridades personales o riesgos literarios, como traducir por primera vez al inglés los Amores de Ovidio o escribir para el entretenimiento del vulgo piezas como El judío de Malta, Hero y Leandro, Doctor Faustus o Tamerlán el Grande, “una obra que atrajo a multitudes al Rose” y que exigió la rápida secuela de una segunda parte en la que dio otra vuelta de tuerca a la renovación teatral.

 Es innegable la influencia de Marlowe sobre Shakespeare, que fue menos arriesgado teatralmente, pero superior en desarrollo técnico, en potencia verbal, en concepción escénica y en genio: del Tamerlán procede Macbeth; de El judío de Malta, El mercader de Venecia; de La trágica historia del doctor Faustus, Hamlet. Aunque -matiza Greenblatt- “si la poderosa influencia de Marlowe en Shakespeare es manifiesta en Tito Andrónico, El mercader de Venecia, Ricardo II y otras obras, también lo es la resistencia de Shakespeare a Marlowe.”

Con su característica suma de documentación sólida, especulaciones verosímiles y capacidad narrativa, un Greenblatt fiel a los postulados académicos del Neohistoricismo no sólo reconstruye la figura de su personaje central, sino que lo sitúa en su contexto histórico y cultural y lo perfila sobre un fondo de referencia  con las detalladas evocaciones de los ambientes sociales que frecuentó Marlowe para recrear el mundo en que vivió, escribió y murió en su tiempo peligroso y agitado. 

Con arreglo a esos planteamientos, Greenblatt explora constantemente la relación triangular entre la época, la vida y la obra de Marlowe. Historia, biografía y crítica literaria se conjugan así en una obra absorbente en su lectura, ambiciosa en su planteamiento, rigurosa y brillante en su desarrollo y esclarecedora en sus análisis de las piezas teatrales, de sus rasgos estilísticos y de las condiciones escénicas de la representación.

Construye así una aportación decisiva en torno al legado de Marlowe y al Renacimiento oscuro en que transcurrió su breve vida y construyó su obra, radicalmente renovadora. Y nos deja esta imagen potente del dramaturgo: 

Marlowe era un genio, pero profundamente perturbador. Sus obras eran en sí mismas provocaciones. Decían cosas sobre el poder, el dinero, los judíos, el infierno, Dios y el sexo que nunca se habían dicho antes, al menos en público. Por encima de todo, las decían con una franqueza asombrosa y una elocuencia fabulosa e inaudita.
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Marlowe, para empezar, no se jugaba nada, no tenía nada que perder, excepto la vida, naturalmente. Era imprudente, audaz, desaprensivo y transgresor. Resulta tentador imaginar lo que podría haber escrito si hubiera vivido más tiempo o incluso si hubiera sobrevivido, como Shakespeare, hasta los cincuenta años. Pero quizás lo sorprendente es que existiera y que llegara a los veintinueve años.