27 julio 2024

El último poema, de Juan Peña

 



EL ÚLTIMO POEMA

La  música llegó de las Esferas, 
del origen, principio de la vida. 
Oí cantar a mi madre, 
las risas que he olvidado 
y resuenan aún 
en un lugar del aire.

He escuchado las voces, he cantado.
Oí los siglos rodando 
con su estrépito cruel 
y sus dulces cadencias, con su rumor de lluvia, 
su calma, su tormenta. 

Esta nota de música 
que soy, aún se escucha, 
y seguirá sonando, 
para qué dios, 
cuando solo sea noche el universo.

De ese texto que cierra el libro toma su título El último poema, con el que Juan Peña obtuvo el XIV Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado que publica la Fundación José Manuel Lara en su colección Vandalia.

Un libro en el que la poesía de línea clara y de tono bajo y contenido de Juan Peña, que surge, como ha explicado él mismo, de la emoción y la memoria, del asombro y la ignorancia para concitar la cercanía del lector y abordar el difícil equilibrio entre el himno y la elegía, la luz y la penumbra, la calma y la tormenta que se evocan en ese último poema.

Entre la pureza y el lamento (“la pureza, tan cerca de la nada”), entre la esperanza y la desolación, El último poema es, pese a todo, un libro de gracias, un libro conscientemente celebratorio en el que la palabra serena y profunda del poeta conjura los tiempos de los vivos y los muertos (“Qué solos y perdidos / los vivos y los muertos”) y provoca, con la intensidad de su expresión recortada y con la sencilla naturalidad de su palabra, la vibración emocional de lo verdadero, como en ‘La flor de la inmortalidad’:

He dejado una flor del helicrysum 
en la balda de mármol de tu tumba.
En sus pétalos de oro siempre hay luz, 
celebran, como tú, haber vivido 
y no morirse nunca.

Una palabra desnuda y una poesía sanadora que templa las disonancias y evoca la plenitud solar de la infancia, asume los finales y ordena el caos para iluminar en lo oscuro de las devastaciones desde la claridad esforzada de un poeta que mira el mundo con el sosiego de la aceptación de lo que desaparece. Un sosiego que se impone a la angustia y renuncia a la queja: 

Pero no me lamento.
Lo probado me basta.  

Este ‘Epílogo’ resume esa admirable mirada en calma, construida sin entusiasmo, pero con una resistente voluntad de alegría: 

Vivir sin entusiasmo, 
sabiéndote que, salvo el amor, 
(si hubo suerte) 
todo decepciona.

Vivir la plenitud 
de la serenidad, 
de una conformidad 
que no aparta la rabia y rebeldía.

No olvidar el asombro 
de que en la eternidad de no ser nada 
ahora lo eres todo.


26 julio 2024

El escondite inglés

 



EL ESCONDITE INGLÉS 

Una vez que estábamos jugando 
al escondite y fue hora 
de volver a casa, los demás abandonaron 
el juego antes de que acabara 
y se olvidaron de que yo aún estaba escondido. 
Permanecí escondido como una cuestión 
de honor hasta que salió la luna.

De ese poema de Galway Kinnell (1927-2014) toma su título la antología bilingüe de poesía en inglés que publica Hilario Barrero en Libros del aire.

El escondite inglés -escribe Barrero en el prólogo, ‘El  hallazgo de una satisfacción’- es algo más que un juego. Como dice el poema que nos ha servido para titular el libro, es una cuestión de honor. La belleza permanece escondida y debemos localizar el argumento del poema, buscar el secreto oculto y misterioso de la poesía hasta que salga la luna y nos ilumine. Hasta que llegue la noche.”

Esta antología, que continúa otras dos que Hilario Barrero publicó en La Isla de Siltolá -Lengua de madera (2011) y A quien pueda interesar (2018 )- reúne un conjunto de ciento treinta poemas dotados de un hilo narrativo y una cierta línea figurativa firmados por cerca de ochenta poetas, organizados cronológicamente entre el metafísico inglés George Herbert (1593-1633) y el estadounidense Jericho Brown (1976): Lord Byron, Edgar Lee Master, Wallace Stevens, Marianne Moore, T. S. Eliot, W. H. Auden, Philip Larkin, W. S. Merwin, Charles Simic o Seamus Heaney.  

Poetas que forman parte del canon más indiscutible de la poesía en inglés y que reflejan también el canon personal del antólogo -de William Carlos Williams a Sharon Olds, de Katheleen Raine a Robert Bly, de Kenneth Rexroth a Howard Nemerov- y ofrecen versiones de muchos poemas canónicos de la lengua inglesa: desde el Epitafio de Coleridge a la Introducción a la poesía de Billy Collins, pasando por No entres dócil en esa buena noche, de Dylan Thomas, que traduce así Hilario Barrero:

No entres dócil en esa buena noche, 
la vejez debe quemar y despotricar al final del día; 
rabia, rabia contra la agonía de la luz.

Aunque los sabios al final de sus vidas saben que la oscuridad es lo cierto, 
porque sus palabras no aportaron ni un relámpago de luz, 
no marchan resignados a esa buena noche.

Hombres buenos, próximos a la última ola, gritando lo brillante 
que sus frágiles hazañas hubieran podido danzar en una verde bahía, 
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Hombres exaltados que atraparon y cantaron al sol en vuelo, 
y aprenden, demasiado tarde, que lloraron su pérdida, 
no marchan resignados a esa buena noche. 

Hombres serios, próximos a la muerte, que en visión cegadora comprueban 
que ojos ciegos pueden resplandecer como meteoros y ser felices, 
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Y tú, mi padre, en esta triste altura, 
maldíceme, bendíceme ahora con tus feroces lágrimas, te lo pido. 
No vayas resignado a esa buena noche.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

O este  Stop all the clocks, cut off the telephone, la memorable y desolada elegía de Auden:

Parad todos los relojes, desconectad el teléfono,
procurad que el perro no ladre con un sabroso hueso, 
silenciad los pianos y con tambores amortiguados
sacad el féretro, dejas que los dolientes vengan.
Dejad que los aviones den vueltas en lo alto gimiendo,
garabateando en el cielo este mensaje: “Él ha muerto”.
Poned  crespones en los blancos cuellos de  las palomas callejeras,
dejad que el guardia de tráfico lleve guantes negros de algodón.
Él fue mi Norte, mi Sur, mi Este y Oeste,
mi semana de trabajo y mi domingo de descanso.
mi mediodía, mi medianoche, mi conversación, mi canción;
creí que el amor duraría para siempre: Estaba equivocado.
Las estrellas no son necesarias ahora: apagadlas todas;
empaquetad la luna y desmontad el sol;
vaciad el océano y barred el bosque;
porque de ahora en adelante nada bueno puede ocurrir.


25 julio 2024

Chateaubriand en Roma

 


Me habían recomendado que paseara al claro de luna: desde lo alto de Trinità dei Monti, los edificios lejanos parecían como los bocetos de un pintor o como unas costas difuminadas, vistas desde el mar, a bordo de un navío. El astro de la noche, ese globo que se supone un mundo extinguido, paseaba sus pálidos desiertos por encima de los desiertos de Roma; iluminaba calles sin habitantes, recintos cerrados, plazas, jardines por donde no pasa nadie, monasterios donde no se oye ya la voz de los cenobitas, claustros tan mudos y despoblados como los pórticos del Coliseo.

¿Qué ocurrió hace dieciocho siglos, a la misma hora y en los mismos lugares? ¿Qué hombres atravesaron aquí la sombra de estos obeliscos, después de que esta sombra hubiera dejado de descender sobre las arenas de Egipto? No sólo no existe ya la antigua Italia, sino que también ha desaparecido la Italia medieval. No obstante, la huella de estas dos Italias es aún visible en la Villa Eterna: si la Roma moderna muestra su San Pedro y sus obras maestras, la Roma antigua le opone su Panteón y sus ruinas; si la una hace descender del Capitolio a sus cónsules, la otra conduce del Vaticano a sus pontífices. El Tíber separa las dos glorias; asentadas en el mismo polvo, la Roma pagana se hunde cada vez más en sus tumbas, y la Roma cristiana vuelve a descender poco a poco a sus catacumbas.


François-René de Chateaubriand.
Memorias de ultratumba.
Traducción de José Ramón Monreal.
Acantilado. Barcelona, 2004.

24 julio 2024

Shakespeare, nuestro contemporáneo


 

23 julio 2024

Cien poemas de Julio Mariscal

 



“Poeta desasistido, uno de los más desasistidos críticamente hablando, de nuestra actual realidad literaria”, decía de Julio Mariscal un indignado Juan de Dios Ruiz Copete, que denunciaba el silencio que rodeaba la obra de un poeta de enorme calidad.

Ese oscuro pozo de silencio en el que se le había desterrado no era solamente consecuencia de su aislamiento en Arcos de la Frontera o de su confinamiento en Paterna de Rivera, sino el precio de la homosexualidad que vivió de manera muy conflictiva y que marcó decisivamente su existencia y su escritura desgarrada.

“Extraviado como una hoja de octubre, Luzbel involuntario, nardo tronchado por las tempestades malas, como una flor frente al rayo...” Esas son algunas de las expresiones con que presentaba su figura en 1978 Antonio Hernández en La poética del 50. Una promoción desheredada.

Aquella antología crítica, la primera de repercusión nacional que lo incluyó como poeta imprescindible, sacó de la zona de sombra a Julio Mariscal, que llegó a contestar -muy escuetamente, es cierto- el cuestionario final que planteaba el antólogo a los poetas y que no llegó a ver el libro en la calle, porque murió en noviembre de 1977, unos meses antes de su publicación.

No debe olvidarse ese hecho, pues ni la antología que hizo Ruiz Copete y publicó la Universidad de Sevilla, ni las que firmaron después Pedro Sevilla o Francisco Bejarano tuvieron la difusión de aquella antología de referencia. Tan sólo la amplia selección que publicó el primero de ellos en Renacimiento en el volumen La mano abierta (2007) tuvo una cierta transcendencia entre la crítica y los lectores.

El paso más decisivo en la recuperación de la obra poética de Julio Mariscal se dio con la edición de su Poesía completa hace diez años en la renovada colección Arrecifes de La Isla de Siltolá, la editorial que reúne ahora una muestra representativa en Cien poemas de Julio Mariscal en su colección Poesía con selección de Blanca Flores Cueto, que había sido también la responsable de la edición de su poesía completa y la autora del amplio estudio introductorio que la abría.

Entre el existencialismo torturado de Corral de muertos, un Spoon River gaditano, y el póstumo Aún es hoy, la poesía de Julio Mariscal se mueve en el cruce del amor y de la muerte, entre la mirada al paisaje horizontal de los trigales y el sentimiento de culpa de su religiosidad atormentada y problemática.

Y entre esos dos títulos, libros como Pasan hombres oscuros, con el amor como respuesta a la destrucción del tiempo; los espléndidos sonetos penitenciales de Quinta palabra, en los que proyectó su propio viacrucis; la poesía social de Tierra de secanos, con el paisaje de Paterna al fondo y la pobreza del campesino en primer plano; o la que posiblemente sea su mejor obra, Tierra, un libro de 1965 construido sobre la polisémica metáfora del título, que evoca el tiempo y el amor desde la raíz trágica y telúrica que alimenta la poesía de Julio Mariscal.

De la potencia de su mundo poético puede dar idea este poema de ese libro:

Tenías treinta años. Eran
treinta monedas de oro. Treinta 
soles dorados, plenos como el trigo de Mayo. 
Treinta arroyos de luna. Treinta 
mañanas de domingo. 

Pero no, treinta duras agonías. Treinta 
mordiscos de agonía en el pan del sosiego. 
Treinta robles de sombra. Treinta 
ciclones de egoísmo y plomo derretido.
Treinta caballos locos pisoteando estrellas. 

Tenías treinta años. La tarde 
de setiembre, de pronto, se me quedó pequeña. 
Y ya no era la fuente, ni el río, ni la nube, 
ni el corazón saltando de arcángel a nostalgia. 

Como treinta cohetes, como treinta plomadas, 
como treinta tizones sobre mis ojos, ciego, 
comprendí que eras tú mi setiembre, que estaba 
esperándote siglos antes de nacer y era 
mi sangre un gusanito, un ojal de solapa 
donde prender los treinta 
clavelones oscuros de tu sangre.

Manuel Mantero afirmaba que desde Salinas a Miguel Hernández no ha habido un poeta más volcado en el tema amoroso que Julio Mariscal, que es muchas veces un poeta elegiaco, pero es también algo más radical: alguien que escribe casi como un poeta póstumo, como quien está ya fuera del mundo, al otro lado de todo. 

Así lo reflejan estos versos de Último día:

Aquí tenéis a un hombre 
ya tan horizontal, 
tan desoladamente horizontal, 
que cualquier niño puede 
mirarlo como un surco o al tomillo. 
Y este hombre se ha muerto bien calzado 
con un gesto de reto a las estrellas.
Y este hombre…
           ¿Qué importa su bien morir, 
qué importa, si ya está muerto para siempre?

En su introducción Blanca Flores Cueto destaca que “Julio Mariscal Montes cultivó una poesía de validez universal y su influencia entre coetáneos y epígonos fue de trascendental importancia para la poesía contemporánea.
Su legado es el valioso ejemplo de un testimonio inigualable de la época que le tocó vivir. Su capacidad lírica, sobria y equilibrada, le han permitido mantenerse en el imaginario colectivo de la poesía del 50. Un poeta y una obra que deben permanecer ya para siempre en un lugar privilegiado de los anaqueles de la Literatura Española con mayúsculas.”



22 julio 2024

Borges. Poesía completa


 

21 julio 2024

Artemisia


20 julio 2024

El silencio de Rimbaud



 ¿Por qué se calló?
Quizá porque no lo escucharon. Y entonces replicó a la indiferencia con un silencio humillado. Casi todos sus intentos de publicar fracasaron. Una temporada en el infierno sí se publicó en 1873, por un artesano de Bruselas, sufragada por su Señora Madre. El 22 de octubre, él retirará sus ejemplares de autor. Eso es todo. Los periódicos no publicaron casi ninguno de sus poemas. Los poetas recibían sus entregas y a veces, como Banville, se limitaban a dar una respuesta distante. Izambard el profesor, Demeny el poeta, seguramente no apreciaban todo el interés de las cartas de su amigo Arthur. Había intentado introducirse en París. Intrigó a los poetas, pero la fascinación no se concretó en apoyos. Sin tribuna, sin edición, poco reconocimiento. Molestaba. El genio asustaba. La irreverencia disgustaba. Solo Verlaine, después de la década de los ochenta, cuando el escándalo faunesco había quedado atrás, publicó las obras de su alma condenada.

Sylvain Tesson.
Un verano con Rimbaud.
Traducción de Juan Vivanco Gefaell.
Taurus. Barcelona, 2023.


19 julio 2024

Paolo Bosellino. In memoriam



Paolo Borsellino
(Palermo, 19 de enero de1940-19 de julio de 1992)


El despacho de Giovanni Falcone está en orden. Lo ha dejado todo atado. Se equivocaban los colegas que veían en esto un último adiós. Si hubiera creído que iban a matarlo, no se habría llevado consigo a la mujer de su vida. Estaba convencido de que aún le quedaba otro poco de vida, de vida que disfrutar y que destrozarse. Por eso es un misterio para todos este cuidado, este último afanarse.
Para todos menos para Paolo Borsellino.
Él sabe bien a qué se refería Giovanni cuando decía que quería dejar las cosas bien atadas. Estaba convencido de que pronto ocuparía otro cargo, de que sería nombrado fiscal nacional antimafia. Nunca dejó de esperar que las cosas se arreglaran, que le dieran la posibilidad de arrojar luz, pero esta vez de verdad, una luz que disipara las tinieblas y permitiera ver claro. Lo había esperado muchas veces y siempre había salido derrotado, traicionado, humillado. Y entonces lo había esperado de nuevo con más fuerza, no solo una vez, sino muchas, sin parar, con su formidable y eterna obsesión. La idea de un mundo sin mafia ardía en su pecho y cuando una idea habita los cuerpos, puebla las mentes, un día u otro puebla también el mundo.
Paolo Borsellino sabe todo esto. Él también es así. Por eso de pronto la emprende a puñetazos con la pared del salón de casa y grita: «¡Giovanni! ¡Giovanni!», mientras las lágrimas le resbalan por las mejillas, se abren paso por la piel afeitada y caen sobre sus zapatos negros. Él tampoco ha dejado de creer.
Pero ahora se siente solo. Y es inevitable que así sea, porque los valientes están solos.

Roberto Saviano.
Los valientes están solos.
Traducción de Juan Manuel Salmerón.
Anagrama. Barcelona, 2023.





18 julio 2024

Fractal del Salón de pasos perdidos

 



“Las cosas que se cuentan aquí han sucedido todas, desde luego, pero no tan juntas ni resaltadas. Mis años, como saben los lectores del Spp, son bastante más tranquilos, la nota predominante en ellos no es alta y el tono tiende a apagado. Entre destellos hay mucha sombra, entre algún que otro alcor, páginas y páginas llanas, y metidos entre el humor, la sátira o la parodia, muchos soliloquios más sombríos y melancólicos de lo que me habría gustado. Soy una persona solitaria y de circulación restringida: Conde de Xiquena, el Rastro, Las Viñas… Aquí, sin embargo, puede uno dar la impresión de andar todo el día de un lado para otro, por medio mundo, que si con unos, que si con otros… Igual me habría ido mejor pareciéndome más al que sale aquí por un efecto óptico, pero mi vida ha sido otra, tirando a aburrida. 
Es posible que el lector que ya los conoce eche en falta tal o cual pasaje, y le sobren otros. Al fin y al cabo aquí está menos de un diez por ciento del conjunto. Habrá quienes prefieran las páginas urbanas a las agrarias, lo poético a lo novelesco, los pasajes de la vida literaria a los introspectivos, el fragmento corto al largo, o al revés. Este es un libro que no podría hacerse a gusto de todos, como tampoco los originales: se han pasado más de treinta años diciéndome que tenía que acortarlos, dejar de escribirlos, repertoriar los temas o modularme de otra manera y hacer así o asá”, escribe Andrés Trapiello en “El paisaje infinito”, el epílogo que ha escrito para cerrar Fractal del Salón de pasos perdidos, la antología de los veinte primeros tomos de sus diarios, publicados por Pre-Textos entre 1990 y 2016, que edita Alianza en la colección Voces.

Como una novela en marcha define esta obra su autor, que se acoge a la cita galdosiana de Fortunata y Jacinta que preside el conjunto: “Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela.”

“El conjunto sigue siendo una ficción”, advierte Trapiello en una nota al pie del índice de esta monumental obra en marcha que viene publicando desde hace más de tres décadas, desde 1990, en que apareció la primera entrega -El gato encerrado- hasta el reciente Éramos otros (2022), en una secuencia que alcanza ya los veinticuatro volúmenes y de la que este Fractal es una antología significativa.
 
Organizado en Libros en los que se agrupan las diferentes entregas de la serie, este volumen recoge en ochocientas páginas muestras representativas de los diarios escritos entre 1987 y 2006: desde El gato encerrado, Locuras sin fundamento, El tejado de vidrio, Las nubes por dentro, Los caballeros del punto fijo, Las cosas más extrañas a Una caña que piensa en su Libro 1 (1987-1993); de Los hemisferios de Magdeburgo, Do fuir, Las inclemencias del tiempo, El fanal hialino, Siete moderno, El jardín de la pólvora a La cosa en sí en su Libro 2 (1994-2000) y desde La manía, Troppo vero, Apenas sensitivo, Miseria y compañía, Seré duda a Sólo hechos en el Libro 3 (2001-2006).

Reescritos a debida distancia y publicados en diferido varios años después de los hechos -doce años, de 2010 a 2022, en el caso del más reciente-, las notas de cada año, en las que ya importa menos el tiempo que el recuerdo, se reelaboran con la creciente ironía que aporta la distancia, en la lengua de los melancólicos, como la define Trapiello.

El Rastro, Las Viñas o Conde de Xiquena son algunos de los escenarios por los que discurre el merodeo deambulatorio del personaje y sus episodios privados o públicos, significativos o intranscendentes: la literatura, la pintura, los amigos o los enemigos, la vida familiar o los libros, sus referentes temáticos; el subgénero de la vida literaria, las fobias indisimuladas y tenaces, el campo de visión sobre el que se proyecta la irónica mirada solanesca y la afilada prosa barojiana de Trapiello. 

El morbo añadido del cotilleo cultural, las claves identificadoras de los personajes que se ocultan detrás de una inicial, añaden una propuesta cómplice al lector, una invitación a mirar por la cerradura el baile de máscaras en que cada uno -incluido el narrador distante y autocompasivo- desempeña su papel de convidado del autor.

Por sus páginas enjundiosas, páginas de vida y fractales de tiempo, o por sus sucesos insignificantes pasa la vida, contemplada y contada por un melancólico misántropo que desde hace décadas tiene la manía de escribir estos libros adictivos para sus lectores.

Unos lectores que cuando terminan un tomo están pensando ya en el siguiente. Y es que, como explicaba Trapiello en uno de ellos, “la manía de escribir estos libros no se entiende tampoco sin la manía que algunos tienen de leerlos e incluso de no hacerlo.”

A caballo entre la melancolía y el sarcasmo, entre el diario testimonial y la ficción narrativa de un ortónimo que no es exactamente el autor, estos textos híbridos de novela y dietario, dan cuenta de la vida que pasa ante los ojos de un escritor que tiene en Cervantes, Galdós, Baroja, Juan Ramón o Gaya sus referentes éticos y estéticos más reconocibles, a lo largo de “miles de páginas por las que han discurrido centenares de personajes, reales o ficticios, pero siempre verdaderos.”

“Algunas almas caritativas, reclutadas principalmente entre aquellos que no los han leído, le han mostrado alguna vez su sincera preocupación: han temido acaso que, como les ha sucedido tantas veces a otros, sólo viviera en función de su diario, dejando de vivir para escribirlo o viviendo únicamente aquello que pudiera ser escrito. Sosiego, señores consejeros, no hay peligro”, escribía en La manía.

Se va configurando así esta novela en marcha que es, como la vida, siempre igual y siempre distinta, porque “la vida no está en la repetición, sino en las variantes, lo mismo sean verdades o fábulas.” Un diario sin nombres, una novela sin tesis ni viajes, una obra descomunal por la que pasa la vida, contemplada y contada por un narrador que, entre claros y oscuros, humor y melancolía, aforismos y descripciones levantadas sobre un eficaz estilo invisible, aparece como un transeúnte de la vida y sus fragmentos. Como un transeúnte -sobre todo- de sí mismo:

Esto no es, como creíamos, ni un diario ni una novela. Ni siquiera una dianovela o un novelario. Esto, señores, no es más que un vidario, el lugar en el que concurren los sueños y las vidas de las gentes, de modo que podríamos también apodar a su autor como “el soñabundo”.

El otro y el mismo que, por los interiores domésticos, por las calles de Madrid o las callejas rurales de Las Viñas vive días nublados y mañanas de luz transparente, escudriña el Rastro y lee conferencias, habla de su vida familiar, de poetas y editores, del paisaje cultural y la pluralidad del mundo, de amigos y saludados, de vivos y muertos, de lecturas y conversaciones, de viajes y recuerdos en un Salón de pasos perdidos repleto de personajes y de paisajes, de fragmentos de vidas y de historias porque “sin historias, ¿qué es la vida?”

Un ejemplo, la evocación de Ferlosio en el entierro de Carmen Martín Gaite que dejó en La cosa en sí:

Y por la tarde acudimos a El Boalo, donde iba a tener lugar el entierro. Íbamos R. y yo. Llegamos minutos antes de que sacaran el féretro del ayuntamiento del pueblo. La plaza de enfrente estaba llena de amigos y curiosos. Y, claro, al ver el féretro, volvió uno a acordarse del entierro de su hija, hace más de diez años, también en El Boalo.
Cuando quisimos entrar en la habitación donde la habían puesto, nos sorprendió una oleada de cámaras de televisión y fotógrafos, que seguían al director de cine A. Empezaba a parecerse aquello más a unos Oscar que a un entierro. Desistimos, y nos quedamos fuera. Cuando sacaron la caja, se pusieron en movimiento las turbas, como una espesa comitiva. Había, no sé, quizá trescientas, cuatrocientas personas. Caminábamos todos lentamente. Los que se conocían, llegaban, se saludaban y empezaban a hablar de sus cosas, sin recatar la voz, como en la procesión del pueblo. Nosotros dos nos quedamos al final, para no tener ni que ver ni que saludar a nadie. Delante de nosotros iba F. Llevaba chaqueta, pero la camisa la llevaba por fuera del pantalón y se había anudado al cuello una corbata negra que parecía el banderín de un barco pirata, como un guiñapo que le caía por el pecho. Ni siquiera se la había anudado de una manera decorosa. Caminaba renqueante, apoyándose en una garrota y en el brazo de su mujer. No nos vieron porque no nos dejamos ver, quedándonos a su estela, a solo unos pasos. Caminaban tranquilamente, como unos veraneantes, mientras hablaban entre sí y con dos amigos que los acompañaban. Les explicaba F. lo que era aquel pueblo, al que él venía cuando estaba casado con la difunta, hacía cuarenta años. A veces señalaba con la contera del bastón un cerro o un paraje que se columbraba desde donde estábamos, y les decía, allí no había nada, allí había tal cosa, por allí hubo un frente, en la guerra y por allí se iba a… Y de ese modo, mirando a un lado y a otro, seguíamos nuestro lento cortejo.
(…) Sale en El País el artículo que envié. Al principio le dijeron a uno: sesenta líneas. Cuando ya estaba escrito, volvieron a llamar. Solo treinta. Al principio uno se dice, pero ¿cómo lo van a cortar? ¿Es que esa mujer no se merecía sesenta? Si hubieran sido de otro, quizá sí, quién sabe. Se publican también algunas fotos del entierro, una de F, por ejemplo, pero en las fotos desaparece lo real, que este iba en la cola del cortejo, que llevaba la camisa por encima del pantalón, suelta, como un blusón, el cuello sin abotonar y la corbata mal anudada y floja, que se sentó en el bordillo de la acera, al lado de la iglesia, con la cayada entre las piernas, como un feriante, garabateando con la contera en el camino polvoriento misteriosos criptogramas, mientras atendía las conversaciones apacibles de sus amigos.
En el periódico le adjudican el papel de deudo, quizá de viudo, pero no fue así. X, descontada la muerte de su hija (por cierto, en circunstancias parecidas a la muerte del hijo de su amigo el poeta; otro paralelismo trágico), X, decía, no tuvo en su vida más viva herida que su separación de F. El día en que este se casó con su mujer actual, X llamó a casa y me dijo, R. se ha casado, pero no me importa, y habló de ello durante media hora. Creo que había bebido un poco, para ahogar la pena. Antes de que muriera su hija, su casa era un santuario lleno de fotos de R. por todos los rincones. Ella decía, las conservo porque son también las fotos de su padre. 
(…) Creo que sufría también por muchos de los admiradores que tenía. Le hacían feliz, desde luego, todas esas colas que se le formaban en la Feria del Libro, pero no le hacían olvidar que acaso nunca tuvo la admiración sincera, rendida, de aquellos a los que ella respetaba más. De su generación ninguno la admiró de verdad, ni su marido ni nadie. Y eso lo llevaba ella como una espina clavada. Por eso, de todos los que fueron sus amigos y compañeros, acabó hablando solo del único que se murió joven, treinta años atrás, el único, por tanto, que nunca llegó a saber todo lo que ella misma escribiría y que estaba por tanto excusado de haber emitido un juicio sobre su obra.

Esta oportuna antología es la antesala de la próxima reedición desde 2025, en El libro de bolsillo de Alianza Editorial, de las distintas entregas del Salón de pasos perdidos.


17 julio 2024

Esquilo. Sófocles. Eurípides. Obras completas

 


16 julio 2024

Villamediana




Entrados ya en la segunda década del siglo XXI, la figura del conde ejerce una fascinación cada vez mayor, a medida que vamos cerrando el puzle de su vida arriesgada, incierta y aguerrida, con todas las incógnitas que todavía permanecen y seguramente permanecerán abiertas sobre la verdadera autoría intelectual de su asesinato. Y nos sirve, en cualquier caso, como retrato mayor de una sociedad, la de finales del siglo XVI y principios del XVII, extraordinariamente rica, vibrante y compleja en todos sus matices. Una edad de oro en la que el Mercurio de la corte de Felipe III y Felipe IV era árbitro de la elegancia, espejo de la valentía, maestro del amor y retrato puro del don de la insolencia. Por encima de todo ello, era necesario volver a apreciar una obra literaria escondida por la odiosa comparación con los fénix, los monstruos y los príncipes de las letras de su tiempo. Don Juan de Tassis y Peralta fue un hombre y un escritor de una vez. Para concluir, podemos quedarnos, sin temor a equivocarnos, con este retrato anónimo que le consagra como mal cristiano, gran desdichado, dilapidador de su fortuna, lujurioso en grado extremo, caballero, presumido, arrogante y poeta; sobre todo y ante todo, poeta:

—En esta losa yace un mal cristiano.
—Sin duda fue escribano.
—No, que fue desdichado en gran manera.
—Algún hidalgo era.
—No, que tuvo riquezas y algún brío.
—Sin duda fue judío.
—No, porque fue ladrón y lujurioso.
—O ginovés o fraile fue forzoso.
—No, que fue menos cuerdo y más parlero.
—Ese que dices era caballero.
—No, que fue presumido y arrogante.
—Sin duda fue estudiante.
—No fue sino poeta el que preguntas
y en él se hallaban esas cosas juntas.


Carlos Aganzo.
Don de la insolencia.
Juan de Tassis, Conde de Villamediana.
Siruela. Madrid, 2024.



15 julio 2024

Conrad. El duelo



Silesia, 1806. Poco después de Austerlitz y en los campos de batalla que describieron Stendhal y Tolstói para que creyéramos haber estado en Waterloo o Borodino algún día, entre un combate y otro, dos tenientes de húsares del ejército napoleónico, el impulsivo y valeroso Feraud y el frío y paciente D’Hubert, se enfrentan en un duelo perpetuo e implacable que tiene más de metáfora de aquella Europa o de la condición humana que de mero reportaje inspirado en hechos reales.

 Ese es el argumento de El duelo, un relato de Joseph Conrad en el que se basó Ridley Scott para rodar su inolvidable primera película, Los duelistas,  en 1977.

Normalmente las novelas más mediocres son las que dan los resultados más brillantes en el cine y decepcionan como literatura. Y por el contrario es raro que una novela o un relato de altura generen buen cine. Hay excepciones, claro. Una de las más evidentes y más notables es el espléndido Los muertos, de Joyce, que se convirtió en el memorable testamento cinematográfico de John Huston. 

Otra excepción, este El duelo. Un relato militar, la novela corta que rescata Alianza Editorial en El libro de bolsillo con traducción y notas de Arturo Agüero Herranz.

Cuando Conrad escribió este relato, en 1907, era ya un narrador maduro que había publicado sus tres obras mayores (El corazón de las tinieblas, Lord Jim y Nostromo), dominaba la distancia corta del relato y sabía provocar, como aquí, la perplejidad y el asombro del lector por el duelo que persiste durante años entre esos dos húsares.

En la nota que escribió en 1920 para introducir su A Set of Six (Una serie de seis), la colección de seis relatos que corona El duelo, explicaba Conrad que esta narración tuvo su origen en diez líneas de un modesto periódico del sur de Francia en el que se aludía de pasada a la “célebre historia” de dos oficiales napoleónicos que se batieron en una serie de duelos entre una batalla y otra por algún motivo trivial.

“Su origen -reconocía Conrad- es muy sencillo. Nace de un párrafo de diez líneas en una pequeña gaceta de provincias publicada en el sur de Francia. Ese párrafo, ocasionado por un duelo con resultado fatal entre dos conocidos personajes parisienses, hacía referencia por una u otra razón al «conocido hecho» acerca de dos oficiales del Gran Ejército de Napoleón que se habían batido en una serie de duelos en medio de grandes guerras y a causa de algún pretexto fútil. El pretexto nunca se descubrió. Por lo tanto, tuve que inventarlo; y me parece que, dado el carácter de los dos oficiales, que también tuve que inventar, he conseguido que sea suficientemente convincente por la mera fuerza de su absurdidad. A mi juicio el relato no es más que una seria y sincera tentativa de pequeña ficción histórica. Oí hablar mucho en mi mocedad de la gran leyenda napoleónica. Sentía genuinamente que habría de encontrarme a gusto dentro de ella, y «El duelo» es el resultado de esa sensación o, si el lector lo prefiere, de esa presunción.”

Conrad hizo el resto. Inventó el motivo nebuloso del duelo y a los húsares y los hizo convincentes en cien páginas sobre un duelo que, al reiniciarse una y otra vez, desdibuja su origen y su causa y da lugar al misterio y a la perplejidad del lector.

Los contrincantes olvidan las causas, pero no la deuda pendiente de un duelo que alcanza la altura de una obsesión y una metáfora que acaba contagiando a quien lee esta obra maestra de la narrativa breve, de la que se han editado varias traducciones en los últimos años.

Así comienza la de Arturo Agüero Herranz en Alianza:

Napoleón I, cuya carrera fue semejante a un duelo contra toda Europa, veía con desagrado los duelos entre oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín, y tenía escaso respeto por la tradición.
Sin embargo, una historia de duelo, que llegó a ser legendaria dentro del ejército, atraviesa la épica de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y admiración de sus camaradas, dos oficiales, como artistas locos que intentaran dorar el oro o pintar el lirio, mantuvieron una contienda privada a lo largo de esos años de carnicería universal. Eran oficiales de caballería, y su relación con el brioso aunque antojadizo animal que conduce a los hombres a la batalla parece singularmente apropiada. No cabe imaginar como héroes de esta leyenda, por ejemplo, a dos oficiales de infantería de línea, ya que las prolongadas marchas cortan el vuelo a su arrogancia, y su valor ha de ser necesariamente de un tipo más mesurado. En cuanto a los artilleros e ingenieros, que mantienen la cabeza fría a dieta de matemáticas, es sencillamente impensable.
Los oficiales se llamaban Feraud y D’Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsares, pero no del mismo.

“Personalmente -concluía Conrad en la nota de 1920 que abre esta edición- no tengo remordimientos de conciencia por esta obra. La historia podría haberse contado mejor, desde luego. Toda obra personal podría haberse hecho mejor; pero éste es el tipo de reflexión que un creador ha de dejar a un lado con coraje si no quiere que cada una de sus ideas sea por siempre una visión privada, un ensueño evanescente. ¡Cuántas visiones de ésas he visto desaparecer en mi vida! Ésta, sin embargo, ha quedado como testimonio, si gustan, de mi coraje o como prueba de mi temeridad. Recuerdo con mucho cariño el testimonio de algunos lectores franceses que, de modo voluntario, opinaron que en ese centenar de páginas había conseguido yo reproducir «maravillosamente» el espíritu de toda la época. Exageración o amabilidad, sin duda; pero, aun así, lo agradezco de corazón,  porque en verdad eso es justo lo que intentaba atrapar en mi pequeña red: el Espíritu de la Época, nunca puramente militarista en el fragor de las armas, juvenil, casi infantil en su exaltación de sentimiento, ingenuamente heroico en su fe.”



14 julio 2024

El Támesis negro


Desde tiempos inmemoriales fue el río de los muertos, el depósito donde se arrojaban los cadáveres de la población local. El número de cráneos humanos hallados en Chelsea le ha valido la denominación de «nuestro Gólgota céltico». Tal como afirmó Joseph Conrad a propósito del Támesis: «y éste también ha sido uno de los lugares más tenebrosos de la tierra». La derivación de su nombre, de origen precéltico, es tamasa [río oscuro]. ¿Cómo pueden descartarse todas estas influencias y asociaciones cuando, hoy en día, la gente solitaria y triste suele pararse a contemplar las profundidades turbulentas del río? El poeta alemán Heinrich Heine confesó en 1827 que «una tarde, en el puente de Waterloo, me invadió la pesadumbre, y posé mi mirada en las aguas del Támesis […]. En ese momento me vinieron a la memoria las historias más taciturnas».

El río abarca todas estas historias y cuentos, como podrían atestiguar las antiguas «casas de muertos» que bordean las riberas. En ellas se almacenaban los cuerpos de quienes, según anunciaban unos carteles pegados por toda la ciudad, se «habían ahogado». Cada semana había tres o cuatro suicidios o muertes accidentales, sus cadáveres eran colocados sobre unos estantes, o bien en un «armazón» de madera, esperando la visita de un bedel y un juez de instrucción. Heine añadió que «me sentía tan mal anímicamente que sin querer me resbalaron unas lágrimas cálidas. Éstas cayeron al Támesis y se alejaron hacia el poderoso océano, el cual ya ha engullido tal inundación de lágrimas humanas sin pensar en ellas». Podría decirse que el propio río ya las había engullido. Los guardas de los puentes eran famosos por su disposición a comentar los suicidios (cuántos se habían producido, cuán difícil fue disuadir a las víctimas, cuán complicado, en definitiva, había sido encontrarlos una vez saltaron al río). En ese sentido, el Támesis puede erigirse como un auténtico símbolo de la opresión londinense. Puede llevarse consigo todas las esperanzas y ambiciones de una vida, o transformarlas por completo.
Las riberas marcan ese punto donde la piedra de la ciudad y el agua confluyen en un abrazo perpetuo, mezclándose los restos de barcos esparcidos con la basura urbana; aquí flotan láminas de metal, postes de madera podrida, botellas, latas, ceniza, trozos de cuerda, cartones, sin una función u origen identificable. El río también incide en la estructura de la ciudad con lo que Dickens describió en Nuestro amigo común como «las influencias dañinas del agua: cobre descolorido, madera podrida, piedra gastada, depósitos verdes y fríos».

Peter Ackroyd.
Londres: una biografía.
Traducción de Carmen Font Paz.
Edhasa. Barcelona, 2012.

13 julio 2024

Dos poemas de El otro, el mismo



 ODISEA, LIBRO VIGÉSIMO TERCERO

Ya la espada de hierro ha ejecutado
la debida labor de la venganza;
ya los ásperos dardos y la lanza
la sangre del perverso han prodigado.
A despecho de un dios y de sus mares
a su reino y su reina ha vuelto Ulises,
a despecho de un dios y de los grises
vientos y del estrépito de Ares.
Ya en el amor del compartido lecho
duerme la clara reina sobre el pecho
de su rey pero ¿dónde está aquel hombre
que en los días y noches del destierro
erraba por el mundo como un perro
y decía que Nadie era su nombre?



TEXAS

Aquí también. Aquí, como en el otro
confín del continente, el infinito
campo en que muere solitario el grito;
aquí también el indio, el lazo, el potro.
Aquí también el pájaro secreto
que sobre los fragores de la historia
canta para una tarde y su memoria;
aquí también el místico alfabeto
de los astros, que hoy dictan a mi cálamo
nombres que el incesante laberinto
de los días no arrastra: San Jacinto
y esas otras Termópilas, el Álamo.
Aquí también esa desconocida
y ansiosa y breve cosa que es la vida.

Jorge Luis Borges.
El otro, el mismo.
En Poesía completa.
Lumen. Barcelona, 2011.