Cuando pocos años después de muerto Goya brotó, por vez
primera, el interés retrospectivo hacia sus cuadros y grabados, eran ya
escasísimas las noticias auténticas que sobre él se tenían. La cosa es
estupefaciente, pero es así. Que de un hombre que fue una de las figuras más
conocidas, más populares de su tiempo, no quede, apenas muerto, ni un breve
repertorio de auténticos recuerdos, que aquella existencia ubérrima y vibrante
se volatilice al punto y tan por completo, sin rastro, sin huella, sin eco, es
materia para un buen ejercicio de melancolía. Aunque estupefaciente, es, sin
embargo, lo que acontece en España con acusada normalidad. Al español no le
interesa el prójimo. Ve de él sólo la vertiente que momentáneamente presenta a
su propia vida, pero no repara en que el prójimo tiene también la suya, y que
ésta, su vida, puede ser valiosa, interesante, con estilo. Precisamente porque
no es la nuestra debíamos sentir fruición en contemplarla y afán de
comprenderla, ya que toda existencia personal es el más atractivo enigma. Esta
falta de curiosidad para lo humano es causa de que en España se hayan escrito
tan pocas biografías y que las existentes sean tan poco ágiles y perspicaces.
Para entender de vidas ajenas es menester que durante muchas generaciones se
haya mantenido la atención alerta sobre ellas, que se hayan ensayado múltiples
modos de posible interpretación y todo este esfuerzo haya decantado en la
conciencia colectiva un surtido de afiladas categorías, de cautelas e
iluminaciones para comprender al prójimo. De otra manera, lo que digamos de una
vida ajena será tosco, cuando no pura patraña.
José Ortega y Gasset.
Goya.
Revista de Occidente. Madrid, 1983.
