El genio individual es tan conspicuo en la historia de las
ciencias como en la de la literatura y las artes. Pero importa mucho menos. La
Divina comedia no se habría escrito sin Dante, las Variaciones Goldberg sin
Bach. La temprana muerte de Schubert deja espacios de sensibilidad sin llenar.
Esto no sucede ni en las matemáticas ni en las ciencias. Se dice que un
trabajo de álgebra puede revelar un estilo personal. Otro algebrista, sin
embargo, habría resuelto el teorema de Fermat o llegado a la conclusión de
Riemann. Darwin no fue otra cosa que el más concienzudo y consecuente de una
manada de investigadores en zoología y geología que trabajaban simultáneamente
en el umbral de una teoría de la evolución y selección naturales. Una docena de
centros de investigación y «aceleradores de partículas» se afanan hoy con los
mismos enigmas en la física de partículas y en la cosmología. Las publicaciones
en revistas científicas, los anuncios en las páginas científicas de Internet
llevan a menudo treinta o más firmas. Las teorías, los descubrimientos, las
soluciones matemáticas son, en un sentido fundamental, anónimas y colectivas,
sea cual fuere la gloria que la casualidad o las relaciones públicas hayan
otorgado a este o aquel individuo. Este trabajo en equipo y la naturaleza
inevitable de la tarea —si no se llega hoy al resultado, se llegará mañana— son
muy diferentes de lo que experimentan el discípulo del filósofo o el compositor
incipiente en una clase magistral. No hubo nada de inevitable en la teoría de
las ideas de Platón ni en la Capilla Sixtina.
Georg Steiner.
Lecciones de los maestros.
Traducción de
María Condor.
Siruela. Madrid, 2004.
