Las páginas de La Celestina son un venerable lugar de encuentro. En ellas, como en todo libro de su magnitud, sea de ficción o no, generaciones de lectores han encontrado con siempre renovada admiración el espíritu de su autor. Pero no es tan sólo la mente de Rojas, por única, sensible e inteligente que sea, la que engendra esta maravilla y secreto regocijo. La sensación de que algo misterioso, totalmente nuevo e inmensamente importante rezuma de la obra, se debe a una intuición de atemporalidad. Nos encontramos ante un espíritu que ha descubierto la manera de liberarse de la monótona limitación de la rutina cotidiana; espíritu encaramado al pináculo del poder creador, rastreando como un lebrel, cerniéndose como un halcón y haciendo eternos «algunos ratos [hurtados] de [su] principal estudio», Tales espíritus y tal liberación son la sustancia misma de una calidad llamada -por aquellos que la han experimentado de segunda mano- grandeza artística.
Nuestra noción de lo que significa la creación literaria queda ilustrada frecuentemente por el recuerdo anecdótico de estos intervalos fuera del tiempo. Berceo en su oscuro portal, Cervantes en su prisión, Stendhal escondido en el número 8 de la rué Caumartin, nos recuerdan que lo que parece superior a la capacidad humana, comienza en la liberación del hombre. Pero Fernando de Rojas no tiene un mito tan familiar, si bien trató de darnos uno en su carta-prólogo. Los lectores quedaron tan subyugados por las voces registradas por él, y que apagaron la suya propia, que generalmente han pasado por alto las circunstancias de su trascendencia. La autonomía de los locutores proporciona de por sí una sensación casi embriagadora de libertad. Hasta el punto de que, cuando los lectores encuentran el espíritu de Rojas, no caen en la cuenta de que es su alma -es decir, la mente de un autor vivo, engastada en una biografía, que escribe enfebrecido en una celda de estudiante, libre de clase durante dos semanas.
Es precisamente esto lo que el presente libro intentará remediar. Colocando a Fernando de Rojas en el transfondo de su España, de sus circunstancias históricas y biográficas, llamadas La Puebla de Montalbán, Salamanca y Talavera de la Reina, podremos volverle a encontrar y apreciar mejor su experiencia. Por la misma naturaleza de los datos a su disposición, la mayoría de los biógrafos intentan revelar los seres humanos a quienes estudian por un examen de su cautiverio. No tienen por qué disculparse: solamente por el conocimiento de los barrotes, cadenas, grilletes, muros y guardianes, puede reconocerse y admirarse el milagro de la evasión creadora.
Stephen Gilman.
La España de Fernando de Rojas.
Panorama intelectual y social de La Celestina.
Traducción de Pedro Rodríguez Santidrián.
Taurus. Madrid, 1978.