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13 agosto 2021

Dumas. De París a Cádiz




Cádiz es la hija adorada del sol, su ojo de fuego la cubre con sus rayos más ardientes; de manera que la ciudad entera parece estar dentro de la luz.

Sólo tres tonalidades capturan la vista en este momento: el azul del cielo, el blanco de las casas y el verde de las celosías. ¡Pero qué azul!, ¡qué blanco y qué verde! No hay cobalto, no hay ultramar, no hay zafiro comparable a ese azul; no hay nieve, ni leche, ni azúcar parecido al blanco; no hay esmeralda, no hay verde veronés, ni verdín que pueda compararse con ese verde. De tiempo en tiempo, a través de las rejas de un balcón, salen las ramas de una planta que no conozco, cuya flor irradia sobre el muro como una estrella de púrpura. En ningún lugar de España he visto casas tan altas como en Cádiz; es que Cádiz no puede extenderse ni a derecha ni a izquierda, y se ve obligada a pedir a la altura lo que su estrecho islote le niega en ancho; por eso cada casa se alza de puntillas, una para mirar el puerto, la otra al mar, ésta Sevilla, aquélla Tánger. Esta exigüidad de terreno vuelve a las calles de Cádiz por lo menos tan estrechas como las de las otras ciudades de España. Apresurémonos a decir que no están mejor empedradas. Pero la ventaja que tienen respecto a las otras ciudades de España, y que no sé a qué atribuir, es que Cádiz es la única ciudad en la que he visto calles que parecen ir al cielo. ¿Comprende, Madame? El extremo de esas calles de que hablo acaba en el vacío, y su límite es el infinito; ese azur que se extiende detrás de dos líneas blancas aparece entonces con el azul más excesivo, el más absoluto, el más intenso. Todo esto es alegre, vivo, todo esto explica esas noches blancas de amor y serenatas que incluso en España se llaman las noches de Cádiz.


Alejandro Dumas.

De París a Cádiz. 

Impresiones de viaje.

Traducción de Ariel Dilon y Patricia Minarrieta.

Pre-Textos. Valencia, 2002.