Ningún hombre real puede, a menos que se mienta a sí mismo, leer las Memorias de Casanova sin sentirse un ser imperfecto frente al ilustre maestro del arte de vivir; y a veces —o mejor dicho, cientos de veces—, uno preferiría ser él y no Goethe, Miguel Ángel o Balzac. Aunque uno, al principio, sonría con cierta frialdad ante las bribonadas y pillerías de este pícaro disfrazado de filósofo, al llegar al sexto, al décimo o al decimosegundo tomo de las Memorias, uno tiende a considerar a este hombre como alguien más sabio, del mismo modo que considera su filosofía de la superficialidad como la más inteligente y cautivadora de todas las doctrinas.
Ahora bien, por suerte, el propio Casanova se encarga de disuadirnos de esta admiración precipitada. Y es que su inventario del arte de vivir tiene una laguna peligrosa: se ha olvidado de la vejez. Una técnica del disfrute tan epicúrea como la suya, sólo abocada a lo sensual, está asentada exclusivamente sobre los sentidos jóvenes, sobre la savia y la fuerza del cuerpo. En cuanto la llama ya no arde tan bien en la sangre, toda esa filosofía del goce se evapora y se enfría, formando una papilla fofa y difícil de digerir. Sólo con los músculos fuertes, con los dientes blancos y firmes, puede uno dominar la vida de ese modo; pero, ¡ay de nosotros cuando esos dientes comienzan a caer o cuando los sentidos fallan!; porque entonces también falla, de repente, toda esa filosofía complaciente y, sobre todo, autocomplaciente. Para el tosco sibarita, la curva de la existencia decae infaliblemente, porque el derrochador vive sin reservas, consume y dilapida todo su calor en el instante, mientras que el hombre de espíritu, el que supuestamente renuncia, hace acopio de sus fuerzas en sí mismo, como un acumulador, y lo hace con insistencia y en abundancia suficiente. Quien se ha entregado a lo espiritual, experimenta también en la sombra de los años algunas transfiguraciones y clarificaciones —y a veces incluso a edades patriarcales, ¡como Goethe!—; aun con la sangre fría, eleva la existencia hasta nuevas luces y sorpresas intelectuales, mientras la disminuida fuerza de su cuerpo recibe una recompensa en el audaz juego de las ideas. El hombre puramente sensual, en cambio, al que sólo le hace avanzar en su interior, como un torrente, el empuje de los acontecimientos, se detiene como la rueda de un molino en un arroyo seco. La vejez es para él un hundimiento en la nada, no un proceso de transición hacia un estado nuevo. La vida, esa implacable acreedora, exige entonces los intereses de lo que los indóciles sentidos le quitaron demasiado prematura y precipitadamente. Y es así como la sabiduría de Casanova concluye a la par que termina su felicidad, y su felicidad a la par que acaba su juventud. Sólo parece más sabio mientras su aspecto es hermoso, mientras su paso es triunfante y lleno de fuerza. Si uno lo ha envidiado en secreto hasta que cumplió los cuarenta años, ahora, a partir de esa edad, comenzamos a compadecerlo.
Stefan Zweig.
Tres poetas de sus vidas.
Casanova, Stendhal, Tolstói.
Traducción de José Aníbal Campos.
BackList. Barcelona, 2008 .