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04 septiembre 2022

La Revolución francesa mató a su poeta

 


El 9 de Thermidor del año noventa y cuatro, Robespierre fue arrestado por la Asamblea Nacional, luego de un violento debate que empezó con moderadas y temblorosas disensiones y terminó con una tempestad de furor en las bancadas de todos los partidos. En vano intentó aquel hombre tenso y colérico buscar aliados en el enorme recinto: de todas partes lo expulsaban las sombras de los héroes sacrificados por él. Se sentaba con un bando y se alzaba un clamor: “¡Levántate de allí, esa era la silla de Danton!”
Al caer la tarde, Robespierre estaba preso y ya había sido condenado a recibir en su cuello la hoja fría que él había ofrecido a tantos hombres, a casi todos sus amigos. Pero aún sus decretos hacían estragos sobre Francia. La última carreta del Terror, ocupada por hombres que él había condenado, se puso en marcha rumbo a la guillotina, y nadie en la Asamblea se acordó de enviar la contraorden para evitar que murieran, víctimas de alguien que a esas horas ya estaba también condenado y era casi un fantasma. Y en esa última carreta del Terror, como se sabe, iba el poeta André Chénier, en plena juventud, condenado a morir menos por causa de la intolerancia que de la ironía y del absurdo.
Es bueno recordar que la Revolución francesa mató a su poeta, para que no nos engañemos a propósito del hombre que queremos evocar aquí. Setenta años, ochenta años después, Rimbaud era un radical y un revolucionario, pero no sería difícil imaginarlo en la misma carreta que llevaba a Chénier, no es difícil saber que la Revolución lo habría matado, porque los poetas luchan por la extrema libertad de los individuos, por la embriaguez y la imaginación, y las revoluciones suelen ser el triunfo de la estupidez colectiva. Las revoluciones funden finalmente sus armas para labrar sus cadenas.

William Ospina.
Esos extraños prófugos de Occidente.
Literatura Mondadori. Barcelona, 2012.