Contemplo el espectáculo de la mañana desde la cima de la colina frente a mi casa, desde el despuntar del día hasta la salida del sol, con una serie de emociones que podría compartir un ángel. Las largas y esbeltas franjas de nubes flotan como peces en su océano de luz carmesí. Desde la tierra, como desde una orilla, miro hacia ese mar silencioso. Siento que soy partícipe de sus rápidas transformaciones: el activo encantamiento alcanza el polvo que soy, y me dilato y me fundo con el viento de la mañana. ¡Cómo nos deifica la naturaleza con unos pocos y vulgares elementos! Dadme buena salud y un solo día, y dejaré en ridículo toda la pompa de los emperadores. El alba es mi Asiria; el crepúsculo y la salida de la luna, mi Pafos y mis inimaginables reinos de las hadas; el ancho mediodía será mi Inglaterra de la razón y del entendimiento; la noche será mi Alemania de la filosofía y los sueños místicos. No menos excelso fue, dejando aparte que durante las tardes nuestra sensibilidad es menor, el encanto, ayer, del crepúsculo de enero. Las nubes de poniente se dividían y subdividían en jirones rosados matizados de tonos de una suavidad indescriptible, y el aire tenía tanta vida y dulzura que era una lástima tener que regresar bajo techo. ¿Qué es lo que quería decir la naturaleza? ¿No había algún sentido en el vivo reposo del valle tras el molino, uno que Homero o Shakespeare no pudieran reformular para mí en palabras? Los árboles sin hojas se convierten en chapiteles de llamas al ponerse el sol, con el oriente azulado de fondo, y las estrellas de los cálices muertos de las flores y cada tallo marchito y cada rastrojo cubierto de escarcha contribuyen en algo a la callada música.
Ralph Waldo Emerson.
Naturaleza.
Traducción de Andrés Catalán.
Nórdica Libros. Madrid, 2020.