“Longtemps, je me suis couché de bonne heure.” Con esa frase memorable comienza A la recherche du temps perdu, una de las cimas de la literatura universal.
Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, apenas apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa, que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y, media hora después me despertaba la idea de que ya era hora de buscar el sueño: quería dejar el volumen que aún creía tener en las manos y soplar la luz; no había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer mientras dormía, pero esas reflexiones habían tomado un giro algo particular: me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco Primero y Carlos Quinto. Esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar: no chocaba a mi razón, pero pesaba como escamas sobre mis ojos y les impedía darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Luego empezaba a volvérseme ininteligible, como después de la metempsicosis los pensamientos de una existencia anterior; el asunto del libro se desprendía de mí, y yo era libre de centrarme o no en él; enseguida recuperaba la vista y quedaba atónito al encontrar en torno mío una oscuridad suave y sosegada para mis ojos, aunque quizá más todavía para mi mente, a la que se presentaba como algo sin causa, incomprensible, como verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenes que, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, determinando las distancias, me describía la extensión del campo desierto donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el sendero que sigue va a quedar grabado en su recuerdo por la excitación que debe a unos lugares nuevos, a unos actos insólitos, a la reciente charla y a la despedida bajo la lámpara extraña que todavía lo siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso.
En la traducción de Mauro Armiño, ese es el párrafo inicial de Combray, la primera parte de Por el camino de Swann, el primero de los siete tomos de A la busca del tiempo perdido.
Combray es la transposición literaria de Illiers, un lugar a cuarenta kilómetros de Chartres. En ella proyectó Proust sus recuerdos infantiles, allí ocurrió la experiencia epifánica de la magdalena mojada en la infusión de té.
En Combray, casi una novela autónoma que admite bien una edición exenta como esta, está ya prefigurado, si no configurado, todo el monumental ciclo novelístico proustiano: la atmósfera y la mirada, la sintaxis compleja y el ritmo demorado, la memoria y la búsqueda, la voz baja y la mirada furtiva, el detalle y el sufrimiento, el placer y la angustia, el refinamiento y la melancolía, la experiencia y las revelaciones, la civilización refinada y la anécdota trivial, la ética y la estética, las rosas y las espinas de los jardines en una taza de té que fueron el primer título tentativo de la serie.
De ahí sale todo, porque “todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y las ninfeas del Vivonne, y la buena gente del pueblo y sus pequeñas casitas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo eso que toma forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té.”
De Combray arrancan también las claves temáticas del ciclo: la convivencia del pensamiento y el sentimiento, de la apariencia y la realidad, del amor y la soledad. Ya tienen en estas páginas una presencia potente el sueño y las relaciones sociales, la imaginación y el tiempo, la homosexualidad y la creación artística, la enfermedad y la muerte, elementos nucleares todos ellos de las siete novelas y columnas vertebrales del mundo complejo y prodigioso que creó Proust como uno de los monumentos literarios más memorables de la historia de la literatura.
El despertar sexual y los celos, la aristocracia de los Guermantes, las ilusiones perdidas y la decadencia irreversible de un mundo que muere, a través del snob Swann, del barón de Charlus o de la dominante Odette se evocan -se reconstruyen- en un pasado en el que la memoria superpone ficción y realidad, igual que se superponen lo consciente y lo subconsciente, la voz del narrador y la del autor y los tiempos distintos en los que viven.
Con el amor, el tiempo y el deseo al fondo, el mundo se queda al otro lado de la habitación forrada de corcho en la que escribía Proust, con su insuperable capacidad estilística para crear atmósferas y monólogos interiores de una lentísima elegancia en los que se refleja la languidez espiritual que inunda su estilo.
Porque la verdadera vida, la única vida vivida con intensidad es la literatura, concluirá Proust en la novela final, El tiempo recobrado, que cierra un círculo temporal para regresar al punto de partida de la serie, al momento narrativo en que confluyen el tiempo del narrador y el tiempo narrado.
Para conmemorar el centenario de la muerte de Marcel Proust, Nórdica publica esa obertura en un cuidado volumen con traducción y edición, anotada y puesta al día, de Mauro Armiño y con magníficas ilustraciones de Juan Berrio como las que se reproducen aquí: