Todo lo que perdiste volvió otra vez a casa
en uno de esos días que apenas dejan huella,
sin avisar, buscando la humedad de tus ojos
y el sol desvanecido en oscuros rincones.
Serán cosas del tiempo, pensabas mientras ibas
reconociendo a ciegas la cal de las paredes,
el perfil de un reloj que en alto destilaba
hora a hora el silencio, la espera previsible.
Porque habías perdido tanto como ganaste
al salir de tu celda olvidando la muerte,
al prender los inviernos con el rostro soñado,
enlazando derrotas entre paces y adioses.
Cosas de la memoria, decías mientras dabas
la palabra al espejo, oyéndote de frente,
agrietada la voz, desarmada tu vida,
explícito retrato de pura soledad.
Todo lo que perdiste regresaba contigo
en una de esas noches con apenas estrellas,
a la casa más tuya de todas, deshaciendo
el pequeño equipaje que tampoco traías.
Con ese poema cierra María Sanz De vuelta a casa, que publica Olé Libros.
En ese texto se resumen el intenso tono, la alta temperatura emocional y algunas de las claves temáticas de este libro que convoca en un mismo tiempo poético la memoria y la búsqueda.
Sus cuarenta poemas construyen un sostenido monólogo en el que la segunda persona confesional hace un recuento de sombras y noches oscuras desde la soledad y la desesperanza, desde la serenidad del endecasílabo y la solemnidad del alejandrino:
Ahora te arrepientes de haber buscado tanto,
de las horas perdidas que no tuvieron vuelta,
todo para sentirte ya lejos del camino
donde cualquier encuentro malgastaba tu vida.
Buscar entre los versos, bajo el árbol
que entonces detenía cada otoño,
desde la soledad inexplicable,
siempre como derrota voluntaria.
Todo para encontrar lo que nunca quisiste,
cuerpos aniquilados por su luz codiciosa,
habitaciones frías en paz con la locura,
el amor sin respuestas a borrosas miradas.
Pero no te arrepientes del hallazgo,
tal vez porque jamás hubo testigos
entre las hojas secas, bajo el cielo
que todavía hoy es tu refugio.
Una afirmación de la identidad desde la soledad del cuerpo, la luz desengañada de noviembre y el refugio de la poesía, instalada en una potente palabra poética que surge de la maestría verbal y la intensidad del sentimiento para proyectarse machadianamente en la evocación de los campos de Soria y retraerse hacia sí misma, hacia el pasado de los abuelos y el granizo del final de verano.
Pero, pese a tanta desolación, “mientras, pone un jilguero su rúbrica en el aire”, y la escritura se convierte al fin en salvación y afirmación de la identidad:
Una vez más, te salvas de esta vida,
de su mares vacíos y sedientos,
mirando tu gozosa cicatriz
como quien bate alas, sin más rumbo.
Esta vida que aún vive contigo,
mermada por la muerte, pero tuya.
Cuántas veces escribes para nacer de nuevo,
hasta el punto de dar con los raros orígenes
que dejaron en ti aromas de palabras
como abrazo de rosas y veladas espinas.
Escritura tenaz sobre tu cuerpo,
abismo de los otros, pero tuyo.
Y ciegamente a salvo, continúas
la lúcida labor de arena y viento
que va dejando en ti sus erosiones
a condición de no desfigurarse.
Esa arena excavada por tu mano
desierta y dolorida, ya de todos.