Aquella cosa tenía un color gris polvoriento y se curvaba como una retorta de alquimista: panzuda en la base, se iba estrechando hacia la parte superior. No medía más de medio palmo. Apareció de repente encima del escritorio de mi padre, colocada sobre el rimero de papeles garabateados con su agitada caligrafía. La confundí con un pisapapeles, un fragmento de alguna escultura antigua. De hecho, pese a las escandalosas protestas de mi madre, mi padre había empezado a coleccionar todo tipo de hallazgos, fabricados por los hombres, por la naturaleza o por el azar: los exhumaba, los intercambiaba con otros cazadores de tesoros, a veces los compraba, y a esas alturas su gabinete parecía más la tienda de un chamarilero que el taller de un pintor.
[…]
La ballena de Santa Severa me tuvo obsesionada durante años. No sé por qué esa criatura perdida, fantástica y solitaria me inquietó tanto. Acariciaba el diente para entonces ya seco en el escritorio y lloraba pensando en la reina del mar deshecha en los escollos. Mi madre me tomaba el pelo. Corazón, se reía, guárdate esas lágrimas, que las necesitarás.
Así comienza ‘La ballena’, el capítulo inicial de La arquitectriz, la nueva novela de Melania G. Mazzucco que publica Anagrama con traducción de Xavier González Rovira.
Si hace unos años se fijó en la hija de Tintoretto para escribir una memorable novela, La larga espera del ángel, ambientada en la Venecia de finales del XVI, la novelista italiana se centra en esta nueva obra en el rescate de la olvidada figura de Plautilla Briccia, la primera arquitecta europea, que vivió entre 1616 y 1705 en la Roma agitada y esplendorosa del siglo XVII, de Bernini y Borromini, de Urbano VIII, de Inocencio X, de Alejandro VII, de los Barberini y Pietro da Cortona.
Con una combinación parecida de historia y de arte en la base de la narración, hay aquí también un padre pintor, Giovanni Briccio, que enseña a su hija la técnica pictórica que será la base de sus cuadros y de su destreza como arquitecta. Fue la primera mujer que desempeñó ese oficio en la historia moderna y la única en la Europa preindustrial. Esta es su firma:
Narrada en primera persona por una Plautilla madura, la novela se plantea como un flash back, como un lento y pormenorizado ejercicio de rememoración, que arranca el día decisivo de la primavera de 1624 en que su padre la llevó a la playa de Santa Severa a contemplar los restos de una ballena varada de la que el pintor guardará un diente que seguirá conservando su hija, que vio entonces el mar por primera y última vez:
No hay ballenas en nuestro mar, Plautilla, dijo mi padre, meditativo, pero eso no significa que no existan. Por eso aprecio tanto ese diente y siempre lo tendré conmigo. Es una promesa, ¿entiendes? Las cosas que no conocemos existen en algún lado. Y nosotros tenemos que buscarlas o crearlas.
Esa enseñanza del padre sobre la búsqueda de lo que no vemos o no conocemos es el impulso que moverá a aquella niña hacia el terreno artístico de la pintura y la arquitectura. Hija de un pintor, músico y poeta popular, humilde y marginado por los círculos del poder, Plautilla no tendrá fácil abrirse camino como artista hasta su encuentro con el poderoso abate Elpidio Benedetti, secretario y agente del cardenal Mazzarino, que le cambiará la vida. Bajo su protección y con su complicidad y sus influencias recibirá abundantes encargos pictóricos y abordará proyectos como el de Villa Benedetta (Il Vascello, El Bajel) su obra más emblemática, construida en la colina del Gianicolo.
Organizada en cuatro partes que siguen la biografía de Plautilla Briccia entre 1624 y sus últimos años, y cinco Intermedios ambientados en Villa Benedetta en el verano de 1849 cuando se refugian en ella los soldados de Garibaldi, que quería conservarla a toda costa, aunque finalmente es bombardeada y derribada por la artillería francesa, la novela se desarrolla en ese doble plano temporal que abarca la creación y la destrucción del Bajel.
“Una revolución silenciosa” se titulaba la reciente exposición dedicada a Plautilla Briccia en la Galería Corsini de Roma. Y es que, pese a la brillantez de su talento, permaneció semioculta y en un silencio prudente en la sombra de su taller, donde ocultó -con necesaria astucia- la autoría de algunos de sus proyectos arquitectónicos, que le interesaron más que su propia pintura.
Como en La larga espera del ángel, hay en La arquitectriz una admirable tarea de recreación de aquella Roma barroca por la que fluía el arte en todas sus manifestaciones, de la agitación vitalista de sus calles y las costumbres de la época, de sus intrigas políticas y sus corrupciones, de sus fuentes prodigiosas y sus epidemias de peste.
Y esa reconstrucción plástica se hace a través de la mirada aguda y peculiar de una mujer libre cuya determinación se sobrepuso a todas las trabas sociales del momento para pintar cuadros como el muy conocido de Luis IX de Francia en el retablo que preside la capilla de San Luis de los Franceses, diseñada por ella misma, para elaborar en 1660 un proyecto de escalinatas en la Trinità dei Monti o para trazar planos como el de Villa Benedetta, cuya perspectiva occidental es una de las varias ilustraciones que incluye el libro.
Por encima de la admirable reconstrucción histórica y de la recreación artística de la desbordante Roma del Barroco, por encima de su trama y de su red de historias, de sus personajes y su excelente prosa, lo más importante de la novela y de la espléndida escritura de Mazzucco es su enorme capacidad para asumir la personalidad creativa e inquieta de la protagonista en párrafos como este, que podría resumir el sentido de su vida y de la novela misma:
Pero la obra, en sí misma, ¿que me aportaría? En el mejor de los casos, otros encargos similares. Aunque fuera la más hermosa que hubiera hecho en mi vida, era la enésima variación sobre un tema que no permitía invenciones ni experimentos. En cambio, convertirse en arquitecto… Transformar un dibujo en piedra, un pensamiento en algo sólido, eterno. Levantar una casa. Elegir las tejas del tejado y las baldosas del suelo. Imaginar fachadas, cornisas, arquitrabes, logias, escaleras, frontones, perspectivas, jardines. Por lo que yo sabía, una mujer nunca lo había hecho. Ni siquiera había una palabra para ello.
En el último capítulo (“Roma 2002-2019”) es la propia autora la que habla desde fuera, en tercera persona, del proceso de composición de la novela en estas espléndidas líneas:
Era una mujer, «architectura et pictura celebris», Plautilla Briccia. La celebridad se desvanece como el humo, los nombres se olvidan y se convierten en meros sonidos. Y, a pesar de todo, persisten en papeles descoloridos y corroídos que alguien, tarde o temprano, acabará leyendo. A lo mejor por azar, mientras persigue la verdad de otra historia, de otra artista, de otra hija. Y ese nombre femenino, ahora raro y obsoleto, pero profundamente romano, referido a la arquitectura, se le quedará grabado en la mente, indeleble.
Querrá escribir sobre otra cosa y lo hará, pero no podrá olvidarla y empezará a buscarla […] y desde entonces intentará desentrañar el hilo enmarañado de su vida y la encontrará en la iglesia dei Francesi, donde hasta hace poco su nombre era mencionado de pasada, casi entre paréntesis, en una placa descuidada que los turistas ni siquiera leían, en la capilla ante la que pasaban como un estorbo, buscando los cuadros de Caravaggio, una placa más pequeña que una postal, como si fuera normal que en el siglo XVII una mujer hubiera construido una capilla en una iglesia en el corazón de Roma.
[…] Y poco a poco, año tras año, reunirá todos esos fragmentos que nunca se llegaban a unir para formar una imagen coherente, iluminada por instantes felices o dolorosos, decisivos o insignificantes de su existencia, larga, secreta, heroica y tan extraña casi como la villa en la que creía depositar su fama, y dejará que su rostro inacabado se pinte por sí mismo y, cuando parezca que la conoce tan bien como para poder inventarla, intentará restituirle a ese nombre de mujer una vida, una voz y una historia.