Escribí este diálogo en Barcelona, dos semanas antes de la insurrección de mayo de 1937. Los cuatro días de asedio deparados por el suceso, me entretuve en dictar el texto definitivo, sacándolo de borrador. Lo publico (no ha podido ser antes) sin añadirle una sílaba. Si el curso ulterior de la historia corrobora o desmiente los puntos de vista declarados en el diálogo, importa poco. No es el fruto de un arrebato fatídico. No era un vaticinio. Es una demostración. Exhibe agrupadas, en formación polémica, algunas opiniones muy pregonadas durante la guerra española, y otras, difícilmente audibles en el estruendo de la batalla, pero existentes, y con profunda raíz. Sería trabajo inútil querer desenmascarar a los interlocutores, pensando encontrar, debajo de su máscara, rostros populares. Los personajes son inventados.
Así resumía Manuel Azaña, en el ‘Preliminar’ escrito en mayo de 1939 para la edición de Losada, el sentido de La velada en Benicarló, que apareció en agosto de ese año en Buenos Aires. Era su testamento político. Año y medio después de escribir esa nota, el 3 de noviembre de 1940, moría en Montauban.
Su propósito al escribir esta obra, añadía en ese texto introductorio, era “mostrar una fase del drama español, mucho más duradero y profundo que la atroz peripecia de la guerra. En tiempos venideros, variados los nombres de las cosas, esquilmados muchos conceptos, los españoles comprenderán mal por qué sus antepasados se han batido entre sí más de dos años; pero el drama subsistirá, si el carácter español conserva entonces su trágica capacidad de violencia apasionada. Percibirlo así, una vez más, en la plenitud de la furia fratricida, ha llevado el ánimo de algunas personas a tocar desesperadamente en el fondo de la nada.”
La velada en Benicarló, que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas, con edición de Francisco Caudet, se construye como un diálogo socrático entre once interlocutores que hablan a lo largo de una noche, tras una introducción narrativa en la que brilla la prosa de Azaña. Así comienza la primera conversación, entre el “prohombre socialista” Pastrana, el escritor Eliseo Morales y el joven e impresionable diputado Rivera:
Pastrana.—¿De dónde sale usted?
Rivera.— De la sepultura.
Morales.—Es para creerlo. Todos le daban por muerto.
Rivera.—No miento. Al pie de la letra, vengo de la sepultura.
“Azaña, que en los Diarios no hablaba por boca de otro o de otros, sino por la suya, optó en La velada por hacerlo solapando lo que tenía que decir con lo que decían los otros, algunos sus sosias. Por todo ello, es obligado preguntarse: ¿era la de La velada una escritura diferenciada de la anterior, la de los Diarios? ¿Dejaba hablar por su cuenta y riesgo a los personajes del diálogo o seguía hablando solo él como en los Diarios? ¿Era el diálogo un artificio para establecer una hermenéutica cuya dialéctica estaba centrada en sí mismo? ¿Era, en suma, el diálogo de La velada un verdadero diálogo?”, se pregunta Francisco Caudet en el magnífico estudio introductorio que a lo largo de casi doscientas páginas aborda las claves centrales de la obra y el contexto político y personal en el que la escribió Azaña.
Y la respuesta a esas preguntas, ante el probable desdoblamiento de Azaña en los personajes que dialogan, la da el editor en este párrafo de su Introducción: “Los fantasmales contertulios de una noche mediterránea en 1937 […] no tenían otra textura que la de las pesadillas de un hombre lógico-ilógico en discusión lógica-ilógica consigo mismo. Azaña, aislado e interiormente escindido, se revuelve solo con sus ideas contra las de aquellos a quienes concede beligerancia, e intuye que todo está perdido, que solo le esperaban la caducidad y la muerte.”
“Azaña es todos”, escribió un crítico a propósito de los contertulios de La velada en Benicarló, que hablan siguiendo un esquema de preguntas breves y respuestas largas en las que el intelectual y político proyectaría sus propias opiniones, sus interpretaciones de los acontecimientos y su estado de ánimo ante aquella “carrera ciega hacia la catástrofe” a la que aludía Azaña en Causas de la guerra de España.
En boca del exministro Garcés, uno de los personajes, pone el autor estas palabras tan inconfundiblemente suyas que las utilizó casi literalmente en un discurso en Valencia en 1938:
-Ninguna política puede fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso irrealizable. No hablo de su ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta manera, tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo. Pero el aniquilamiento es imposible y el hecho mismo de acometerlo propala lo que se pretende desarraigar. La compasión por las víctimas, el furor, la venganza, favorecen el contagio en almas nuevas. El sacrificio cruel suscita una emulación simpática que puede no ser puramente vengativa y de desquite, sino elevada, noble. La persecución produce vértigo, atrae como el abismo. El riesgo es tentador. Mucho puede el terror, pero su falla consiste en que él mismo engendra la fuerza que lo aniquile y al oprimirla multiplica su poder expansivo.
Pese a todo, dos años después, en aquel mayo de 1939, cuando la derrota de la República era inminente e inevitable, Azaña remataba su texto preliminar con una puerta entreabierta a la esperanza:
Es muy dudoso que, después de este viaje, corto en el tiempo, demasiado largo por sus borrascas, la razón y el seso de muchos hayan madurado. Más valor tiene, pues, el que algunos hayan mantenido, en las jornadas frenéticas, su independencia de espíritu. Desde el punto de vista humano, es un consuelo. Desde el punto de vista español, una esperanza.