A la memoria de dos maestros de la literatura de la imaginación, el viaje y el estilo dedica José Antonio Ramírez Lozano su última novela, La ruta de Eminé, que publica Algaida.
Y a la luz benéfica y celebrativa de esos dos faros de la prosa y la novela -mediterráneo uno, atlántico el otro- discurre esta obra, en la que el joven armenio Turión orienta su caravana a la ruta que le lleva al encuentro de su amada desconocida Eminé, porque
Bien sabía Turión que el destino es como un verso escrito. Como eso, como el hilo de una oculta caligrafía con que un hombre enhebra su propia historia. Algunos apenas si aciertan a leerlo. Turión sí. Turión había sido en su mocedad pescador de sombras y sabía intuir el brillo de una escama, la existencia de peces en el aire abisal de la noche. Supo por eso de su caligrafía, del destino que le estaba asignado y que en su alma se cifraba.
Todo empieza en Martuni, un pueblo de pescadores nocturnos que cobran sus presas por torres y azoteas. Y entre ellas una carpa singular, la carpa dorada que pesca una noche Turión, en la que se cifra el buen augurio del joven con las treinta monedas de oro de sus escamas y con el nombre otomano y femenino de Eminé escrito junto a sus vísceras.
A partir de ese momento Turión inicia su ruta hacia el oeste, hacia Estambul en busca de esa muchacha que es uno de los nombres de su destino. Y en Estambul, “una ciudad construida sobre sí misma por tres veces” (Bizancio y Constantinopla son las dos anteriores) “cambió su vida para siempre”. Allí Turión, el pescador de sombra, no encuentra a Eminé, la hija muda de Basir que “teje una alfombra de sombra y silencio para el sultán”, que la tiene presa hasta que termine su labor.
Desde entonces, Turión “supo que más allá de esta ciudad ya no había mundo” y emprende un nuevo viaje a Topkapi para encontrar y liberar al sultán perdido en la alfombra de sombra y silencio tejida por Eminé, con la que el hijo de las sombras emprende un viaje a Emirán, un lugar creado por la mágica palabra de seda de la tejedora de sueños, un remoto reino “prometido más allá del desierto.”
Se aprovisionan de esperanza y de cincuenta camellos para la travesía hacia el confín de los sueños:
La carga de aquellos cincuenta camellos bastaría para pagar los portazgos y manutención de todo el camino hasta que arribasen al confín de sus reinos. Treinta camellos de avituallamiento y veinte con serones repletos de cúrcuma y cilantro, mostaza, anís, canela y albahaca, almizcle, ámbar, terebinto, incienso, mirra y láudano. Cada cual con su cofrecillo especiero y su candado, sus llaves en un collar colgando del pecho de Eminé.
Y hasta ahí quiero y debo contar sobre su peripecia argumental, su torrente de aventuras y su intenso desenlace.
Sepa el lector que en la búsqueda de ese lugar recién fundado hacia el levante de los sueños por la potencia creadora de la palabra y el deseo, acompañará gozoso a los dos jóvenes amantes, que parecen llegados desde una novela bizantina o de un cuento mágico de Las mil y una noches.
Entre asombros compartidos y diálogos sabrosos, dejarán a estribor el mar de Mármara y las islas de Adalar, atravesarán reinos errantes y exóticas ciudades fantásticas (Kartal, Cytia, Sila, Pontinia o Merla) como las que soñó Italo Calvino, otro de los referentes narrativos que alimentan la imaginación fabuladora de Ramírez Lozano, en la que conviven esclavos filólogos y camelleros de nombres eufónicos y sugerentes (Yasar, Carispeto, Chitián, Vital, Pitio o Norám), mirlos que arden en la noche como tizones, aguas fluviales que llevan palabras y borran los nombres de quienes se lavan en ellas y naranjos escaleras, Icasio el eremita y el satánico Artemón, que desorienta a los viajeros en el laberinto de su reino.
Imaginación potente encauzada en una prosa de admirable fluidez y empastada en un registro de altísima calidad, comparable a la de los maestros Perucho y Cunqueiro, que dijo una vez estas palabras memorables: “Lo más propio mío es sumar noticias que muestran lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llamamos la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar en lo que me sea posible y aun bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón a continuar.”