He nacido en un país donde la mayoría de las conversaciones giran en torno a las desgracias humanas: enfermedades, enfermedades malignas, enfermedades crónicas, accidentes, hospitales, clínicas, riñones, hígados, médicos, farmacéuticos, muertos, entierros, funerales, etc. Una de las primeras cosas que observé cuando tuve uso de razón fue esta densísima proliferación de descripciones de tragedias -pese a que en la familia más directa, en mis padres, no pude constatar en ningún momento esta tendencia al dolorismo recreativo, lo que siempre es de agradecer-. Todo este enorme paquete de tristezas me hizo suponer que hay mucha gente convencida de que este mundo es horroroso y siniestro, pero muy poca que esté completamente desengañada de él, es decir, convencida de verdad. Parecen dos posiciones contradictorias, pero no creo que lo sean: se complementan humanamente, en el sentido de que se excitan mutuamente.