14 febrero 2012

El libro de Monelle


Se llama Marcel Schwob. Tiene veintitrés años.
Su vida ha sido plana hasta el día de hoy.
Pero el relieve acecha en forma de una puta
a la que lo conduce, una noche, el azar.

Se llama Louise. Es frágil, menuda y enfermiza,
silenciosa y abyecta. Casi no se la ve.
Sólo hay terror y angustia en los inmensos ojos
que le invaden la cara, dignos de Lillian Gish.

En sus brazos Marcel olvida que mañana
citó en la biblioteca a su amigo Villon.
Se olvida hasta de Stevenson, su escritor favorito,
de Shakespeare, de Moll Flanders y del Bien y del Mal.

Qué tres soberbios años de amor irresistible
aguardan al judío en la paz del burdel.
El cielo de París aún retiene sus vanas
promesas y las tiernas caricias de Louise.

Pero lo bueno acaba. Ella muere de tisis
y Marcel languidece, privado de su sol.
«No queda más remedio que volver a los libros»,
se dice, y da a las prensas El libro de Monelle.


En esos veinte versos de El hacha y la rosa resumía Luis Alberto de Cuenca la génesis, el sentido y el desenlace de una historia que Schwob vivió y escribió con la médula, con una intensidad verbal que está más cerca de la lírica que de la narrativa.

Marcel Schwob había conocido en 1890 a Louise, una niña prostituta de la que se enamoró y que murió de tuberculosis en 1893. Un desolado Schwob la acompañó hasta el final, hasta una muerte que dejó en él un poso definitivo de soledad y desconsuelo.

El libro de Monelle, que acaba de publicar Demipage con traducción y prólogo de Luna Miguel, fue su desahogo y su bálsamo insuficiente, un libro onírico, como lo definió Francisco García Jurado, experto en Schwob, en su Antiguos imaginarios.

Y, junto con la recién aparecida La cruzada de los niños, queda como uno de los momentos de más hondura emocional de la escritura de Schwob, como uno de sus libros imprescindibles.