Pocos momentos hay en la música de Occidente que puedan acercarse al nivel a que llevó Bach todas sus obras: ciertos —muchos— instantes en las obras dramáticas de Monteverdi, Mussorgsky o de Berg expresan un dolor parecido y —asimismo— en el ascetismo y la abstracción de otros, como en los organistas de Notre Dame o como en muchas de las obras de Ockeghem, Debussy, Scriabin, Schoenberg o Webern, Bruckner, Strauss o Mahler (en las cuales estos autores se acercaron a menudo a aquellos oscuros momentos que parece que él sólo puede expresar en toda su complejidad y profundidad, en especial, en algunas de sus composiciones, sin textos ni intenciones dramáticas o religiosas) es donde también se puede hallar un paralelo o algo semejante en la organización formal, en apariencia abstracta (y para algunos lejana en su complejidad que, por su misma estructura, parece esconder la emoción que, precisamente, por su esencia, posee en grado sumo), con la que se acerca a nosotros la obra de Bach y nos sobrecoge con la verdadera organización del dolor que creemos que allí se esconde y también con la oscuridad de su rigor (rápido e impetuoso, y envolvente, con rara ferocidad), que parece que lo aleje de nosotros con lo altanero de su austera presencia aunque, este mismo rigor, cuando sabemos articularlo, paralelo a nuestro más íntimo sentir, es el que nos entrega con más facilidad (camino difícil de recorrer, pero conductor maravilloso hacia la verdad que allí se expresa) la enorme riqueza de una producción única en la historia.
Josep Soler
J. S. Bach. Una estructura del dolor.
Antonio Machado Libros / Fundación Scherzo.
Madrid, 2004.