Desde la cita inicial de don Latino de Hispalis -“Nos mudamos al callejón del Gato”-, Pasodoble, la nueva novela de José Antonio Ramírez Lozano, invoca su raigambre estética y moral en el esperpentismo valleinclanesco.
La irónica mirada distante a una realidad deformada que exige la estética deformante del espejo cóncavo y del fondo del vaso, el manejo de los personajes como si fueran peleles de trapo o marionetas de hilos, el agudo contraste de registros lingüísticos escritos y orales, la mezcla de personajes reales y ficticios son algunas de las manifestaciones de esta tendencia expresionista que brilló en otras novelas sevillanas de Ramírez Lozano como Bata de cola o El capirote púrpura.
Tiene esa mirada irónica sus precedentes más lejanos en Quevedo y los más recientes en el Cela de los apuntes carpetovetónicos, y sus referentes plásticos en la pintura de Goya y de Solana, pero en Ramírez Lozano los tonos de la paleta se suavizan con un humor humanizado y piadoso que prefiere la sonrisa comprensiva a la mueca amarga o a la acidez crítica.
Lo de menos en Pasodoble, que publica Extravertida Editorial, es el motivo argumental, la avería del regio yate Fortuna en la costa chipionera. Lo importante es que esa hipótesis imaginativa desencadena una agitada novela coral en la que se despliega la asombrosa capacidad narrativa del autor, su maestría para crear personajes, ponerlos en pie con la palabra y echarlos a andar a partir del diseño de diálogos de una verosímil vivacidad.
Diálogos sobre los que se sustentan las situaciones que forman el divertido entramado de la obra, por la que circula una variada fauna que entre el guiño literario o amistoso y la caricatura lírica, entre la ficción y la realidad, deja personajes como Anguita y Matildita Pérez del Amo, Rocío Jurado y don Aquilino Reguera, la Duquesa Roja y Soledad Bascones y Díaz de Añabate, Ortega Cano y Trinidad Ruiz de Vivancos, Pepeluis Parada y las hermanas Melero, Paquito Salinas y Pilita Carballo, Marantino y Cecilito Arnero… Un gentío incontrolable como el que se junta en aquellas playas.
Y esa imaginativa hipótesis argumental propicia sobre todo la concepción del texto narrativo como un artefacto literario, como una construcción estilística y como un edificio lingüístico. Desde el primer párrafo de la novela ese objetivo es manifiesto:
El buey ciego y sagrado del mar muge contra la playa lamiendo el arrecife antiguo de nuestro desamparo, de esa torpeza nuestra de animales pretéritos que acuden cada año a remojarse en las aguas de su origen como en un Jordán probático. Las de Sanlúcar, como las de Chipiona, tienen virtud balnearia y se abarrotan cada verano con la reata inmensa de cojos y reumáticos que bajan a tomar las aguas yodadas de la mar de Cádiz en lo que semeja un pediluvio universal.